Sinceramente no sabría encontrar palabras adecuadas para describir semejante lugar. Mis primeras interacciones me encandilaron por completo. Un ecosistema en estado prístino arrojaba especies de plantas diferentes a todas las que había conocido (un árbol con tronco al que, en vez de ramas le brotaban pliegues de cactus). El primer crepúsculo que salí a pasear por la rambla del pequeño y encantador poblado de San Cristóbal, creí haber sido teletransportado a un domingo por la madrugada a la parrandera calle Alem de Mar del Plata en la década del 90’ ya que a mi andar, solo me cruzaba con cuerpos esparcidos por las esquinas post salida descontrolada de sábado por la noche, tirados semi destruidos en la arena o bien, retorciéndose en la placita más cercana. Los sonidos descomunales de alguien con regurgitación severa coincidían con el lenguaje marino de la fauna local. Una infinidad de lobos marinos dispersos en cada playa, en cada callejuela, en cada banco de plaza del municipio, le aportaba un encanto propio a un sitio que cambió los vómitos de los borrachos de bar, por lobitos de uno y dos pelos que conviven felizmente con los locales, tanto dentro como fuera del agua. Estar en Galápagos es lo más parecido a haber muerto, llegar al paraíso y que de golpe, una tortuga marina te golpee en el hombro y te recuerde que seguís vivo (creo que ese sería el concepto más cercano a mi falta de léxico).