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RECORDANDO EL OLVIDO

Aquel argentino radioaficionado residente de Melbourne me pasó a buscar un sábado por la mañana por su ciudad. Me llevó a dar una vuelta y, entre charlas de un pasado que nos conectaba en cierto punto, terminamos tomando un café en uno de los points más tops de su urbe.

Mientras Mario me contaba sobre lo difícil que era conseguir pastas frescas —con respecto a lo que estamos acostumbrados nosotros—, el sonido de las cucharitas golpeando las tacitas y de los sobrecitos de edulcorante siendo agitados para bajar su contenido, seguido por su corte y servido en un receptáculo contenedor, de este antiguo brebaje con contenidos químicos despabilantes, me llevaron velozmente a rememorar segmentos normales, dentro de los pasadizos intrincados de mi recuerdo olvidado.

Me di cuenta de que el compartir un café y una charla de amigos era un pequeño placer que por más insignificante que parezca —al perdérselo y reencontrarse con este— hacía valorar aquellos destellos tamaño hormiguita de la belleza de una vida transformada ahora en el hiperlujo y cualquier cosa que se adapte al concepto de «descartabilidad».

Me sentía muy cómodo y casi como en casa hasta que el céfiro de normalidad fue interrumpido en esta ocasión no necesariamente por el sonido de un Peugeot 504 devenido en taxi escupiendo penas por su caño de escape. Esta vez, me encontré cautivado por unos motores atronadores, desbordantes de poder y adrenalina.

El sonido de las Ferraris que se encontraban realizando vueltas preclasificatorias en el circuito de F1 que rodea al elegante lago hacía perder el eje del pensamiento de un recuerdo olvidado para ser cacheteado en esta oportunidad por escuderías, cuyo presupuesto mensual alcanza la deuda externa de algún país en vías de desarrollo y caer a mi reiterada realidad al evocar situaciones comunes que solo eran espejismos en este submundo de panorama inmobiliario flotante —con patio y quincho itinerante—.

Llega a parecer casi alarmante cómo algo ordinario genera un asombro increíble en quien lo tiene guardado en el baúl de la remembranza cual aparición de la momia blanca sobre el cuadrilátero de Titanes en el ring; topándome con una naturaleza olvidada como el verde césped que cubre los mantos de penas y glorias. Acostándome sobre el pasto de una plazoleta en Albany (Australia) escuchando una banda de jazz —cuyo municipio aportó generosamente para el goce de la jauría de turistas que les revolucionó la economía de su pequeña ciudad por un día—, volví a experimentar el olor a mugre que hacía mucho no sentía bajo mis pies.

Fue ahí donde me di cuenta de que tanto alfombrado con perfume a rosas de la medianoche —¿por qué será que las fragancias siempre tienen esos nombres de libro erótico para señoras de más de cincuenta?— y mesas labradas habían aniquilado de mi ficción esas esencias naturales como plantas, flores y el cabello de la corteza terrestre.

Incluso el volar de una mosca generó una sorpresa mientras caminaba por la bahía de Sídney y posándose sobre mi mano atrapó mi atención aquel insecto que solamente sirve para molestar, pero que de golpe, en mi nuevo universo, pasó a convertirse en un ser viviente recuperado como especie en peligro de extinción y recapitular aquellas épocas cuando uno sencillamente solía matarlas con Raid.

Durante una charla con un fuerte cruce verbal, entre quien les habla y el chino flogger, y debatiendo entre pasajero y pasajero el impacto que el régimen comunista había generado en cada diverso tipo de modelo generacional de su país —el oriental no tenía idea remota de canción alguna de Bon Jovi e incluso llegó a preguntarme si ese personaje misterioso era un jugador de fútbol, habría que cruzar genéticamente al Mono Burgos con Caniggia y ahí quizás…—, fui sorprendido abruptamente por el ladrido de un perro.

Pensar que todo surgió una mañana feliz que me levanté cantando vaya uno a saber por qué alguna balada de ese melenudo de Nueva Jersey para terminar cuarenta y cinco minutos más tarde en una dialéctica con el incondicional del wonton.Hubo incluso participaciones diversas de transeúntes que iban pasando y aportaban condimentos al debate intelectual arrojando reflexiones de lo más variadas, como «Lao-Tse fue un profeta», «el socialismo educa y alimenta a todos por igual» y «lo que pasa que después del tercer disco se puso muy comercial y blandito». Al margen de la controversia, caí en la fascinación con ese animalito cuadrúpedo catalogado como el mejor amigo del hombre.

El simpático can era un beagle que acompañaba a los oficiales de aduana cada vez que se vuelve a tocar algún puerto de entrada australiano, siendo el encargado de olfatear las instalaciones alienígenas flotantes en búsqueda de sustancias ilegales o prohibidas.

El darme cuenta de que hacía una eternidad que no veía un pichicho me trajo cierta añoranza. Aunque nunca fui un amante de esa especie animal, el tener un contacto con el exterior me transportó hacia una serie de influencias mundiales que no aislaban del entorno real, sino que acompañaba el accionar de un plan maquiavélico denominado sociedad.

Inspirado por estos coqueteos de variaciones subcutáneas de vidas anteriores, un día me desperté con ganas de volver a vivir una tarde normal como las de un fin de semana común. De esta manera, terminé comiendo unas pizzas sentadito en la vereda de una callecita de una ciudad conocida como Burnie (Australia), junto a mi chica, para luego ir al cine.

Para variar, elegí una película inconexa de esas que solamente a mí me pueden gustar. Esta trataba sobre unos superhéroes retirados del oficio que al ver un mundo en decadencia deciden retornar a la actividad mientras algunos tienen sexo entre ellos y quien queda solo se limita a pasearse desnudo por Marte. Como era de esperar, bajo protesta y con palomitas de maíz, mi acompañante y yo entramos a la sala número 2 de este complejo ubicado en ese punto austral australiano denominado Tasmania —ya de por sí ir al cine ahí era una situación bizarra—. Me preguntó a qué hora zarpaba el barco y le dije: «Quedate tranquila, que salimos a las seis de la tarde. Tenemos tiempo».

Al advertir la extensa duración de este film y percatarme de que si no me iba antes iba a llegar tarde a trabajar —entraba a las cuatro de la tarde—, le dije a mi partenaire que me retiraba veinte minutos antes y que si podía ser tan gentil de quedarse hasta el final —ella entraba más tarde—, para contarme el desenlace de dicho éxito de taquilla inaudito. Bajo nueva protesta por haberla ya obligado a ver semejante gofio, se despabiló un poco —de tanta siesta cinéfila— y accedió a mi petición.

Al llegar al malecón, me sorprendí al ver que era el único boludo parado en el muelle y que absolutamente todos los pasajeros se encontraban en los balcones saludando y sacando fotos a mi arribo. Sin entender demasiado, fui sorprendido a los gritos por el gerente general. Desde la única compuerta que quedaba abierta, los alaridos de este inglés que perdió el tinte de lord de las cuatro de la tarde interrumpieron mi paz interior para preguntarme qué carajo tenía en la cabeza, ya que zarpábamos a las cuatro en punto —a esa altura faltaban solo cinco minutos para dicho acontecimiento—. Al ver detrás de este enardecido humano con múltiples rayas de poder sobre sus solapas a todas las máximas autoridades paradas con expresión de querer asesinarme —solo faltaba el capitán—, me di cuenta de que las vueltas misteriosas de mi mente me habían jugado una mala broma haciéndome creer algo que no era.

Evidentemente, mi reloj biológico seguía en UTC marplatense.

Ante la pregunta de dónde estaba mi Bonnie, le contesté, como nene de cuatro años cuando se hizo pis encima y tiene vergüenza de contarle a la maestra: «En el cine terminando de ver una peli»; a lo que inmediatamente el oficial a cargo tomó su radio y le pasó la directriz al capi de «OK, ¡nos vamos ya!».

Volví a mi puesto de trabajo con sudor en la frente por el apuro y culpa en mi alma por estar en ese mismo momento zarpando. En ese instante, mi chica estaba siendo abandonada bajo mi directiva imperiosa de terminar de ver una cinta malísima que ni siquiera quería ver en primer término. Se quedaba en esa islita remota que está más en la loma del culo que la isla mayor, aquella misma persona que estaba seguro de que si alguna vez la volvía a ver después de eso solo sería con un hacha en su mano para decapitarme.

En un arranque de furia, corrí hasta una de las pasarelas exteriores, tropezándome con perennes miradas de cientos de paseantes que, sumado a la colectividad escocesa de Tasmania posicionada en la punta del muelle tocando sus coloridas gaitas a modo de despedida —se los veía cada vez más pequeños—, no cesaban de ponerle notas de enajenación a mi paradójica realidad.

Al mismo segmento de segundo que sonaba la bocina, a modo de despedida de la comunidad local, se la ve llegar a las corridas a mi mujer para observar simplemente cómo su casa se alejaba lentamente hacia algún otro rincón lejano.

Nuestras miradas se cruzaron y lo único que pude hacer fue «saludarla».

En ese ardor de emociones encontradas entre la locura total, la decepción y la intriga de saber cómo cuernos había terminado la película, alguien del puente de mando la vio con sus binoculares y dio la orden de subirla mediante una lancha —de las autoridades portuarias—, ya que a esta altura habíamos disminuido la velocidad. Luego de trepar una escalera de cuerda lateral y de reportarse prontamente con el capitán para ser reprendida por ese acto de insubordinación y hacerle prometer que no debía volver a hacer eso nunca más, el viejo lobo de mar le preguntó: «¿Qué tal estuvo el largometraje?»; a lo que ella respondió: «Una cagada».

Concluida la reunión con la máxima autoridad —no me refería al Sr. Alejandro Romay, sino al mejor amigo de Gilligan—, nuestro encuentro arrojó de parte de su boca la rebuscada teoría de que si tenía ganas de cortar con ella podría habérselo dicho directamente en vez de meterla en un cine a ver una película de mierda en Tasmania y, bajo el engaño de tener que irme a laburar, pegar el grito de «arranquemos que nos vamooosss» para arremeter lo más lejos posible.

La verdad, nunca la había pensado, pero en cuanto a originalidad se lleva todos los premios.

Pensaba y pensaba cómo cualquier situación normal del pasado de cualquier mortal acá arriba transmutaba radicalmente y, por más que uno quisiera e intentara vivir lo más apaciguadamente posible, resultaba casi imposible al terminar casi siempre en algún desenlace bizarro escupido del pincel de mi destino, como, por ejemplo, que, en lugar de sonidos de tráfico, te interrumpa Lewis Hamilton con una acelerada o que una tarde de pizza y cine termine con alguien trepando, estilo escena de alto riesgo, por el estribor de un transatlántico en movimiento.

Tratando de encontrarle un sentido a todo esto, formalizar un pensamiento redondeado en alguna idea existencial que logre satisfacer mi curiosidad espiritual, se acercaban las seis de la mañana y mis manos recorrían planillas de números como si fuesen la silueta de una bailarina sensual; encontrándome haciendo una auditoría con un importante despelote de papeles, calculadoras y planillas Excel. De golpe levanté la mirada ante el grito de mi nueva jefa: «Estamos pasando por debajo del puente, ¡hay que pararse y gritar!», y me percaté al observar por la ventana, que está delante del escritorio, de que estábamos navegando debajo del puente de Sídney, delante de su famosa ópera.

Como para tratar de aportar un bosquejo coherente a mis dudas, ¿cómo ordeno mis cuestionamientos sobre por qué no podía tener una vida como la del resto? Trabajando en mi oficina, en vez de verlo a Pedro, el quiosquero, vendiendo La Prensa, o de encontrarme con el rusito con su franela cuidando los autos de la cuadra, veía por esta pantalla de cine montada encubiertamente en forma de ventanita imágenes increíbles de una de las ciudades más hermosas que vi.

¿Acaso algún ser estableció los índices de normalidad racional estandarizada avalados por un orden supremo?

Muchos veranos atrás y con un rostro con una mayor presencia de acné juvenil, me encontré una calurosa noche de enero en el complejo Sobremonte de Mar del Plata al mismísimo Diego Torres —una de esas personas que a uno le gustaría tener como amigo— y ante miradas atónitas le dije que él había sido mi inspiración en la Banda del Golden Rocket para que me dejara el pelo largo. Para su sorpresa, me contestó: «Pero ahora lo tenés corto», y le respondí que él también y que nos quedaba mejor así a ambos. Finalizamos en un abrazo fraternal notable entre el que le entonó Color esperanza al papa y el que le cantó «quiero retruco» a Rubén, el heladero del balneario St. Michel de Mardel, en una partida emocionante.

Recuerdo al Diego pelilargo deambulando por la costanera porteña luego de un emotivo intercambio de opiniones con Marisa Mondino en ese éxito televisivo de los noventa, con sus manos en los bolsillos de forma meditabunda, mientras sonaba algún lento de fondo que le ponía feeling al momento crítico para golpearme la calabaza y volver así nuevamente al mundo terrenal. Apagué mi daydream, aceptando que si no había podido concretar mi elucubrado plan estratégico de abandonar a mi chica en Tasmania, escapándome con barco y todo, el cese de contrato de ella había sido más fuerte y me había depositado en la soledad del artista una vez más.

Melancólicamente, quise salir a caminar por una plaza, una peatonal, o bien la costa siguiendo los pasos del hijo de Lolita —en una tarde solitaria—, pero una vez más mi contexto irreal me transportó a la adaptación acuática. Terminé calzándome un tanque de aire comprimido de emociones y me hundí diez metros en un mar de tristeza para bucear en la Gran Barrera de Coral australiana.

Nadando sobre la mayor extensión coralina, entre peces de miles de colores, anémonas, ostras y vaya uno a saber qué otro capricho de la naturaleza, no dejaba de pensar que ni siquiera podía seguir una caminata emotiva por un parque —o alguna otra diagramación social de una vida ordinaria—; que bien mi insensatez ya me había empujado a tener que en vez de arrastrar mis pies a transportarme por un mundo antigravitatorio sin esquinas ni calles, solo con pasadizos amorfos de esa especie animal con apariencia de planta submarina que me fascinaba a cada patada, que mis amigas las ranas me prestaron a modo de calzado.

Lo normal es anormal, lo extraño es moneda corriente. «Cantinero, sírvale ron a este marino que aún sigue navegando».