Me moría de calor, eran 41 °C de esos que hacen que la ropa se te pegue al cuerpo y que las gotas de transpiración fluyan amenamente, incluso por aquellas hendiduras somáticas que uno jamás pensaría que podrían llegar a secretar fluidos a través de un poro desesperado por una gota de aire.
Miseria, gente orinando y defecando en la calle, personas casi sin ropa agobiadas por la temperatura, seres humanos desparramados durmiendo en los espacios más insólitos y donde se posase una sombra salvadora retrataban una abrasadora tarde en Lomé (Togo). Pensaba que la pobreza tomaba un dimensionamiento increíble en este continente cargado de mística, imaginándome lo que debía ser en aquellos países del centro donde ni siquiera tienen salida al mar y, por ende, no cuentan con el recurso de la pesca como última —y única— forma de supervivencia —me lo sigo cuestionando—.
Me llamaba la atención cómo es casi imposible encontrar construcción alguna de cemento y en cada bulevar o senda que uno transita solo se ven casuchas de madera con techos de paja agarrados con alambres y sujetos tratando de vender cualquier chuchería para, simplemente, aguantar un rato más.
La venta de cualquier objeto imaginable se propaga en estas tiendas —dos maderas con una lona— donde se venden desde espejos de autos, sardinas disecadas, remeras D&G y naranjas de color verde. Llegué a ver incluso un cajón de frutas dado vuelta con dos teléfonos fijos en medio de la calle al rayo del avasallante sol que enganchados a algún mágico cable servían de comunicación pública medida ante un escribano, que con su Rolex de imitación se encargaba de cronometrar y facturar cual locutorio descapotable.
En cada esquina hay tipos tirados vendiendo botellas de vidrio con contenidos extraños de tonalidad bordó y azulada. Al consultar a qué tipo de fruta exótica pertenecían dichos brebajes, me respondieron que era gasoil o nafta común para vender al motorista ocasional, puesto que las estaciones de servicio eran casi inexistentes en dicho país —ni hablar de querer sumar puntos con el carnet del ACA—.
La presencia de tienduchas o bazares agrupados por género es algo muy común en el continente africano y en muchas otras regiones, pero la única diferencia que tiene Togo con los demás es que cuenta con el 55 % de su población adepta al vuduismo, por lo que dispone de la exclusividad de tener un mercado o feria a cielo abierto destinado a la venta de artículos, insumos y objetos asignados a la confección de magias blancas y negras.
Emprendiendo un safari por la jungla urbana, llegué al mercado del fetiche, que lejos estaba de albergar muñecas inflables, máscaras sadomasoquistas y prolongadores peneanos. Este daba espacio a una de las ferias más bizarras a las que había acudido. En la entrada nos recibió otro «amigo» —sigo sumando—, pero este medía como dos metros, era grandote y con mucha cara de malo —de esas personas con las que uno jode poco—.
Con su túnica de leopardo y con más pinta de ser uno de esos tipos que uno encontraría en un oscuro callejón vendiendo drogas, pasó a decirnos —onda matón— que estábamos entrando a un sitio que no era para andar jodiendo, que él nos iba a proteger y cuidar de los malos augurios, magias sombrías y hechicerías varias a cambio de diez dólares por persona.
Subsiguiente a un amable intercambio de opiniones y de comentarle al «gerifalte» que a esta altura, después de haber ido a la cancha a ver dos ascensos a primera B nacional entre Aldosivi y Alvarado de Mar del Plata, ser corrido por barrabravas, policías con balas de goma y gases lacrimógenos, nada me iba a espantar demasiado, por lo que «amigablemente» y siempre en un fluido diálogo libre de rigideces llegamos a un bondadoso acuerdo de reducir dicha tarifa para contar así con la bendición eterna del patovica del Fetish Market.
Y pensar que una vez me rebotaron de Maremoto Bailable por no tener zapatitos…
Al ingresar a ese extraño ámbito y ser abrumado por un olor a carne en estado de descomposición, crucé miradas con mi compañero de emociones argento —el otro aparte de mí y mi otro yo— y le dije: «Ni un sábado a la noche en placita Serrano ves gente tan quemada ni cosas como estas». A lo que una risa pícara, de una persona que solía ir a bailar a Requiem, dio más que un pie a la complicidad.
Los stands son muy diversos, pudiéndose encontrar desde cabezas de gorila hasta cráneos de cocodrilo; pasando por cerebros de mono, cuernos retorcidos, dientes de diversas especies animales, cueros de serpiente, púas de puercoespín, orejas de vaya uno a saber qué carajo, peces disecados, pelos de algo de lo que no me gustaría saber su procedencia, hasta una variada y nutrida gama de diferentes tamaños y formas de muñequitos vudú.
Lo primero que te dicen al ir ahí es que no toques absolutamente nada de lo que hay en las góndolas, porque inmediatamente un hechizo se adhiere a tu alma —o, mejor dicho, la misma sobre el objeto mágico en cuestión— y estarás obligado a comprarlo o una maldición terrible te perseguirá de por vida.
¿Les habrá pasado lo mismo a los que no participaron del Ice Bucket Challenge?
La cosa es que estos tediosos, persistentes y densos vendedores del mundo sobrenatural te persiguen, abalanzándote encima y tratando de hacer que toques, mediante engaños, los talismanes de las esperanzas infundadas, incitándote a que no te quede más remedio que andar jugando a la mancha venenosa entre giros de cintura, agachadas veloces y corridas o cambios de dirección abruptos para evitar la compra compulsiva —o forzada—.
Posteriormente a que un muchachito me persiguiese con un muñeco con dientes humanos incrustados en todo el cuerpito, con dos tiernos ojitos de perro pegados en su rostro y un suave mechón de pelo humano reseco asomándose de su extremidad superior, terminé por saciar mi apetito excéntrico y opté por volver a mi casita itinerante, que me esperaba para hacer jornada laboral cortada, ya que ese día tenía que abrir la oficina a la tarde. El «amigo», cansado de mis evasivas, negaciones y respuestas irónicas del estilo «en realidad, estoy buscando un Pequeño Pony para mi sobrinita», me sacudió el mechón de pelo de su tierna Barbie Magia Negra —hay que abrirles el mercado a nuevas demandas— y me agració con algún tipo de maldición verbal irrepetible que creo surtió efecto y tuvo una repercusión de calvicie y canas en mis laterales. ¡Pará, eso ya lo tenía de antes! Entonces, solo me dieron cosquillas y muchas ganas de ir al baño.
Ese contexto, salido de arte de tapa de algún disco de banda death metal —¡Slipknot nenes de pecho!—, fue abruptamente desplazado para encontrarme nuevamente con mi uniforme de marinerito, un agradable aire acondicionado, un juguito de naranja; desempeñar mis quehaceres, fichar y salir una vez más a otra jornada común y corriente. En este caso, me cambié de ropa y me fui a vivenciar una genuina ceremonia de adoración vudú —no tengo términos medios—.
Luego de un movido viaje en 4×4, arribar a una aldea llamada Sanguera en las afueras de la ciudad, rodeados de un ambiente semidesértico y con una auténtica tribu local —que nos dio la bienvenida—, nos instalamos en un acogedor sitio entre humildes chozas y raros árboles frutales para presenciar tal ceremonia. Se trataba de un grupo de aproximadamente veinte personas que en estado de trance se encontraban moviéndose sin cesar de forma epiléptica bajo ritmos de graves incandescentes y ojos totalmente rojos e idos de este planeta.
Juro que no estaba en una Creamfields.
Los tambores tribales, los cantos símil llanto de las mujeres y los hombres con pareos coloridos y polleras de paja bailaban bajo un intenso calor africano que no dejaba de chorrear transpiración en cada rincón de esos morochones y corpulentos cuerpos danzantes. Entre paso y paso se revolvían por el piso, se tiraban extraños polvos colorados-amarillos y filtraban baba por sus enfurecidas bocas que seguían el ritmo de sus pies.
En ese momento, no sé de dónde —o de dentro de un coco— salió un tumultuoso grupo de turistas norteamericanos con sus 7up, motonetas portavoluminosos y gorras con leyendas tipo «Miami» contaminando el ambiente virgen de influencia foránea y de puros valores espirituales. Estos se sentaron en las mismísimas sillas de los líderes de dicha tribu y presenciaron así el espectáculo como si fuese una superproducción de Broadway, con marquesinas luminosas que leían en sus formateadas mentes Voodoo Live Tonight.
Lejos estaba de imaginarme que ese show sin escenario y en una especie de similitud espeluznante con el clásico De la Guarda mostraba a seres alucinados totalmente sacados corriendo y bailando entre la concurrencia, que de a poco logró darse cuenta de que esa oración ceremonial que estaba presenciando venía en serio y no era joda.
De golpe, encendieron un fuego y sobre un caldero mágico vertieron sangre que se empezó a calentar lentamente llenando el aire de olor a descomposición. Acto seguido, comenzaron a golpearse de forma violenta unos con otros hasta llegar a pegarse cabezazos contra una roca produciendo cortes en sus frentes. Definitivamente, en un estado total de locura y descontrol algunos de estos hipnóticos adoradores de lo sobrenatural comenzaron a autoflagelarse con facones pasando a derramar su plasma sobre una piedra que sería utilizada a posteriori como base del sacrificio ceremonial.
A esa altura, los rostros de la audiencia comenzaron a cambiar lentamente pasando del asombro al temor. Uno de los líderes de la ceremonia, con el cuerpo totalmente cubierto de un polvo amarillo, convivía con una de las expresiones siniestras más impresionantes que vi jamás —el tipo caminaba entre la gente totalmente drogado y el que no se corría era tomado a la fuerza y hasta golpeado—. Su único objetivo era agarrar una gallina que andaba caminando alegremente por el vecindario e introducírsela en la boca, mientras esta no dejaba de aletear, degollándola con los dientes y refregándose la sangre que fluía diabólicamente de su pescuezo por sobre el torso de este Maximiliano Guerra de la hechicería, en una lluvia colorada emanada de las entrañas de Chicken Little.
Entretanto, había un grupo de unos sesenta chicos —el 50 % de la población tiene menos de 21 años— que observaba silenciosamente en un rincón hasta que de golpe uno de los participantes de la ceremonia se levantó furiosamente con un machete salido de alguna película macabra para comenzar a correrlos con la mirada en blanco. Los niños huían de un lado a otro, gritando y llorando desesperadamente hasta poder esconderse en unos matorrales aledaños.
En estado de shock, viendo las caras de los turistas —a esa altura eran blancas con algún que otro descompuesto— y con tanto pánico que me impedía siquiera moverme de mi palco preferencial en primera fila, al igual que mis colegas —estábamos uno más cagado que otro—, veíamos cómo en un homenaje al gran Ozzy Osbourne un hipnotizado aborigen le arrancaba otra cabeza a otra gallina viva para escupírsela a los espectadores más cercanos —un show de Fernando Peña sería como una función de títeres infantiles al lado de esto— y beber así el líquido que derramaba su mórbido cuerpito.
Lo extremo fue superado cuando otro adorador de lo místico tomó, por la pata, un perro de mediano tamaño, comenzó a revolearlo por el aire; en un extraño paralelismo entre la Sole y Freddy Krueger, logrando que el pobre can emitiera los llantos más desoladores y angustiosos que escuché en mi vida —y eso que accidentalmente un día tuve la desdicha de ver un show de Miranda en vivo—.
Si se pudiese comprender el sonido de la muerte, seguramente sería el de ese perro aullando de dolor. Esa asfixiante tarde, en medio de ese fetichista estado festivo que pasó a un tono aún más violento cuando el tipo, como descargando una bolsa de papa, sacudió al golden retriever africano sobre la mesa de sacrificios, al mismo tiempo que levantaba un hacha en el aire con la intención de decapitarlo —primero el Gallo Claudio, ahora Droopy, ¿seguiré yo?—.
Fue en ese instante, en medio de la parálisis como consecuencia del susto que teníamos los presentes, que me cayó la ficha. Efectivamente, me encontraba en una aldea tribal en medio del desierto, donde adoradores y practicantes del vudú estaban sacrificando animales vivos, rodeados de ritmos de tambores candentes y escenas truculentas en el corazón de Togo. ¡Realmente estaba en África!
Vaya uno a saber cómo, milagrosamente, el perro logró zafar y del pánico creo que llegó a Puerto Madryn corriendo sobre el agua, enfureciendo más al líder del cuerpo de baile de la insanidad que siguió azotándose, ahora con unos raros instrumentos de tortura y remató con unos topetazos más a una palmera mientras las mujeres ahora todas en sincronía bailaban desacatadamente imitando patos, alrededor del calderito que anticipaba una deliciosa sopita de RH+.
La mejor palabra que describiría lo que sentía en ese momento sería INTENSO y creo que la oscuridad y constancia morbosa solo podría compararse a duras penas con un recital de Black Sabbath en los 70’, donde ritmos distorsionados de las tinieblas eran representados ahora por instrumentos de percusión y los murciélagos, en vez de ser comidos por el inventor del Heavy Metal, eran solo gallos masticados por el canalizador del Delirio Mental.
Entre descompuestos, un calor de morirse, animales guillotinados y niños que crecerán con pesadillas, llegó la policía —eran cuatro patrulleros motorizados— y en medio de gritos y con claras marcas de cicatrices verticales en sus pómulos —simbolismo de seguidores de dicha creencia— pegaron un par de alaridos e incitaron al público a retirarse. El show había acabado.
Los asistentes, sin entender nada, se fueron corridos por la gorra. El festín de magia negra/blanca —a esta altura ni idea si era violeta o verde fosforescente— seguía eternamente con la misma intensidad con la que había comenzado hacía más de dos horas bajo el rayo del intenso sol. Siempre en estado de trance total, continuaron bailando como si nunca se hubiesen percatado de que habían arribado foráneos, se habían espantado y habían sido ahuyentados por la policía —y estos no tenían gafas ni botellita de agua mineral en la mano—.
Aún temblando y luego de estrechar la mano del inspector Clouseau moreno —hablan un francés muy gracioso acá—, sentí que había vivido uno de los episodios más bizarros hasta la fecha. Al igual que una buena canción, una pizza o hacer pis desde el borde de un acantilado —¿nunca lo probaron?—, era simplemente una cuestión de gusto y de pocas explicaciones —¿o se fundamenta por qué a uno le gusta el lemon pie?—, llegando a la conclusión de que ¡¡¡la ceremonia vudú rockea!!!
Retirándome, observé a un silencioso hombre local que denotaba una tremenda sabiduría y, ante su imperturbable paz y su impecable túnica blanca, le pedí permiso para sacarme una fotografía junto a él. Muy gentilmente y mediante un simple gesto accedió, me despedí del anciano para de forma consternada por lo que acababa de vivir volver a mi hogar, dulce hogar.
Una vez en el muelle y de nuevo en mis cabales —tenía más adrenalina encima que Carlos Castaneda escribiendo las Enseñanzas de don Juan—, un vendedor de souvenirs me confirmó que el avejentado y misterioso caballero era nada más y nada menos que el líder y profeta de esa localidad y que era una de las personas más respetadas de toda la región debido a sus avanzados conocimientos en la materia (BBB).
Ahhh, me olvidaba, al mediodía almorcé casualmente una hamburguesa de pollo.
Ese día que participé de una ceremonia vudú en el corazón de África.