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LIMA LIMÓN

El cruce por el país del Imperio inca fue de lo más productivo en cuanto al enriquecimiento cultural de su interlocutor, así como en la alimentación de sucesos BBB que animan y dan forma a mi periplo todoterreno.

El primer puerto fue San Martín, sitio que recibió su nombre luego de que nuestro héroe don José se tirara a dormir una siesta tras su agotadora liberación. Al despertar, lo primero que vio fue un flamenco, que con su pecho blanco y sus alas rosadas dio lugar a la creación de la bandera peruana. Siguiendo esta característica histórica de un líder dormilón que al despertar tiene una revelación, podríamos imitar sus pasos y modificar la bandera argentina con la visión de De la Rúa, cuya imagen pos asado de domingo típico en familia del 2001 con su nuera podría materializarse en una banderola con la portada del último disco de Shakira.

La característica de este enclave es que posee un muelle con una sencilla infraestructura situada en medio del desierto de Atacama —el más árido del mundo, ya que hace más de cincuenta años que no llueve—, por lo que la imagen de dunas y arena por todos lados resulta muy pintoresca y, a la vez, desoladora para quien recién se baja sin saber muy bien dónde está parado.

La gente vive en precarias casillas hechas con paredes de hojas de palmera disecadas tipo choza y las únicas edificaciones de barro fueron destruidas íntegramente por el terremoto de agosto del 2007. Las calles están cortadas a la mitad por estos atrevidos movimientos tectónicos, los cuales transformaron una simple circulación vehicular en un auténtico rally.

Mientras la guía en el bus que me transportaba nos contaba de las setecientas personas que fallecieron ante ese enojo de la naturaleza y por las ventanillas solo se podían ver paredes derrumbadas, algo logró captar mi atención. Una de esas brisas singulares que despiertan el radar hacia lo sobrenatural que me permitió identificar que en la radio que sonaba de fondo se alcanzaba a escuchar el gran éxito ochentoso de Soda Stereo Cuando pase el temblor, así fue como comenzó mi día en Perú. Pensé: «¿Hasta dónde llegaré?».

Arribamos al aeropuerto de Ica, donde el objetivo era solo uno: volar en avioneta por sobre las misteriosas líneas de Nazca. Las pequeñas aves metálicas eran de capacidad para doce pasajeros y los dos pilotos tenían más pinta de choferes de colectivo que de ases del aire.

Al subirme me percaté de que sobre dos relojes en el tablero de mando había un pedazo de papel pegado con cinta scotch que decía «IRP —sigla aeronáutica que anda a saber qué carajo significa— inoperativo». Le pregunté al piloto qué implicaba eso y el nuevo Arnaldo André —pionero de telenovelas donde se involucraban pilotos e infidelidades— con sus gafas de Barón Rojo y un escarbadientes en la boca me dice:

—No pasa nada. Mientras no se prenda ninguna iluminación roja, no nos caemos.

La aventura tuvo su inicio muy adrenalínico, un despegue feroz y un paisaje simplemente traído de un documental de Nat Geo, Las líneas de Nazca.

A primera vista, tienen una gran similitud con un banco de secundaria de un alumno aburrido, con problemas de concentración y un alto potencial para soñar despierto —cualquier semejanza con quien les escribe es pura coincidencia—.

Rayas, líneas, triángulos llaman la atención sobre la árida y plana superficie desértica que de a poco va dando forma a imágenes increíbles como el perro, el mono, el astronauta y la araña. Sinceramente, estar volando sobre dibujos que vengo viendo por la TV desde que tengo uso de razón es algo que te pega y de lo cual no hay palabras exactas para describir. Sean representaciones nazcas preincaicas, un almanaque astrológico o, simplemente, formas de contacto alienígenas, ¡están de puta madre!

La nueva nota bizarra la dio en medio del vuelo el piloto, que de abajo del asiento saca un manual que se pone a hojear. Me incliné hacia el costado (estaba en el primer asiento) y vi que en la tapa se podía leer «Manual del usuario». Hice un mayor esfuerzo, ya que es poco habitual que un aviador lea un libro y pilotee simultáneamente, y logré ver que el capítulo que estaba leyendo era el número 4 y se titulaba «El aterrizaje».

No sé por qué, pero en ese momento no pensé en morir, sino, más bien, en redactar estas líneas. Soy devoto a mis lectores, como verán. La vuelta a tierra tuvo un transcurso sin sobresaltos. Parecería ser que solo se había olvidado de alguna pavadita concerniente a cómo bajar el tren de aterrizaje o algo así.

De ahí nos fuimos al Museo de Ica, un pequeño edificio plagado de rajas producto del 7.3 escala Richter que alberga varias momias interesantes. La primera cosa que llamó mi atención fue todo un sector destinado a los tapices, entre los cuales había dos paredes enteras que hablaban del famoso tapiz de Nazca, con fotos mostrando su hallazgo en una bóveda sepulcral de más de 1500 años de antigüedad, los procesos de recuperación, recortes periodísticos del mundial descubrimiento, la campaña de la escuelita local en su ayuda y preservación, así como la historia general del mismo. Hasta que, finalmente, se llega a una vitrina donde, en lugar del famosísimo hallazgo, había una fotocopia láser color de este y sobre la misma una nota que decía: «Robado en mayo del 2004. Se ofrece recompensa» (BBB).

El segundo suceso fue el de interiorizarme sobre un procedimiento mediante el cual a los enfermos que estaban por morir se les abría un pedazo de cráneo para que se expandiera su cerebro, se oxigenara y así durante unos minutos previos a su despedida terrenal pudieran adquirir una inteligencia superior y conexión con los dioses supremos en un exabrupto de conocimientos finales.

Fue ahí donde pensé que, si bien la sociedad limita nuestra capacidad de razonamiento y nos estandariza para pensar de una forma lineal, a partir de esas momias pude ver que fisiológicamente también estamos reprimidos por un cráneo que nos contiene y limita nuestra función evolutiva cerebral.

Mi pregunta es el día que Marcelo Hugo Tinelli se esté por morir y le hagan un procedimiento de abertura craneal esperando que se le caiga una buena idea para la posteridad, ¿cuál sería?

Podría dejar las bases y lineamientos para un programa de TV que llegue a perdurar por más de tres décadas, centrándose en un grupo de ilustres que estén encargados de contar y reírse siempre de los mismos chistes, repetir una y otra vez un concurso de baile calcado y burlarse de un oso hormiguero violeta que no habla ni puede defenderse. Pará, creo que eso ya lo vi en algún lado.[1]

Creo que en la cultura argentina el destape craneal no tendría el mismo efecto que en la incaica.

La salida por Lima fue muy placentera, ya que conseguimos una van para un grupo selecto, pudiendo así hacer un tour conociendo las inmediaciones. Es notable lo profundamente segmentadas que están las clases sociales, donde el lujoso barrio de Miraflores, con un radio de veinte cuadras a la redonda, asemeja una fotografía de Malibú y al cruzar la avenida el resto se equipara más a una áspera realidad latinoamericana.

Lo más loco es ver en una avenida comprendida de seis cuadras de largo solo comercios de capitales extranjeros. Es así como no paré de ver uno al lado de otro un Pizza Hut, TGI Fridays, McDonald’s, Domino’s Pizza, Wendy’s, Starbucks, Hooters, etc. Mi pregunta pasa por el hecho de quién consumirá todo eso, si bien hay gente con plata, también hay cien tipos por cada uno de esos que andan descalzos tomando Inca Kola.

Pernoctamos allí, por lo que al día siguiente salí de trabajar a las ocho de la matina y me dirigí al muelle del centro con el fin de conseguir una tabla y poder así cumplir un viejo anhelo de surfear en el océano Pacífico.

Al llegar, conocí a un surfer local llamado Willy que me ofreció alquilarme una tabla durante unas horas por solo veinte soles. Nos quedamos charlando a orillas del mar sobre temas comunes a dos surfers de distintos océanos, tales como olas, corrientes, tablas, minas, mareas, arena y más minas.

Willy me dice: «Marpla, te presto mi tabla de surfer a surfer». Le agradecí enormemente, pero recién ahí me di cuenta de que, entre tanta charla, el viento había rotado poniéndose de tierra y a esa altura ¡no había una ola! Me mojé un rato las patas y me despedí del lugareño con una promesa de volvernos a encontrar en alguna otra rompiente, en algún lugar del mundo.


[1] Al momento de mandar a la imprenta el mismísimo ejemplar que usted sostiene en sus manos en este instante, Marce se encontraba produciendo/desarrollando/conduciendo el multigalardonado show Bailando por un sueño. Lo más probable es que mientras se encuentre leyendo esta obra, quince años más tarde, el mencionado programa siga saliendo al aire, con el mismo puterío decadente; protagonistas que se desmayan, lloran, se descomponen, inician acciones legales, se insultan, se victimizan, se hacen famosos en base a carecer de talento. En vivo y en directo —y si les sobra tiempo se dedican a realizar una coreografía—.