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SE FELIZ (MATERIALIZACION)

Los deseos, sueños, anhelos sobre una base nacen y la germinación de estos solo depende directamente del sistema de irrigación que disponga la parquización personal, a la que luego de sembrar, cuidar y resguardar de que tenga el suficiente solcito sus frutos regalará en esa quintita secreta de nuestro inconsciente.

De chiquito, tuve varias colecciones de figuritas, entre las cuales estaban la de los Superamigos, Gobots y Brigada A como mis favoritas. Sin embargo, los vaivenes del destino hicieron que jamás pudiese completar dichos cofres del tesoro portátil de niño en edad escolar, puesto que los tiempos de venta de temporadas que pasaban a mejor vida resultaron ser tiranos en infantes que no nacieron bajo el rótulo de los «hijos del quiosquero» ni mucho menos portaron el apellido Cromi.

Un día fui a comprar cinco paquetitos de Fichus y, en su lugar, ahora tenían las de la serie Fama.

¿Habrá sido esa puñalada a la imaginación de un jovencito con tendencias desafiantes a la autoridad en todo orden lo que llevó a una contienda psicológica de tener como deuda pendiente la de concluir al menos un álbum? —de lo que fuese—.

Nunca lo sabré, pero lo que sí es seguro es que una buena mañana me levanté y, mientras el eterno pis matutino sonaba y salpicaba con fuerza en el fondo del inodoro, se me metió en esos arrebatos de inspiración profunda la idea de que las etapas fueron hechas para vivirlas, quemarlas, cerrarlas y pasar así al capítulo siguiente; con lo que un nuevo álbum a mi recreo episódico había llegado.

«Quiero conocer el mundo entero», pensaba años atrás, mirando por la ventanilla el pasar de los caminos, el correr de las autopistas y el saludo de los viaductos que a las apuradas nos despedían junto a otros viajeros accidentales. El concepto de recorrer el continente europeo en automóvil, pernoctando en campings, cocinando con garrafa nuestros alimentos y casi matarnos por la convivencia presurizada dio espacio a una materialización que sirvió para dar paso al siguiente escalón: ¡ver lo que me queda!

A posteriori de comerme una fondue de queso en Lucerna (Suiza), atender a misa en una iglesia construida íntegramente con huesos y calaveras humanas en Kutna Hora (República Checa), empedarme en Oktoberfest en Munich (Alemania), sacarme una foto junto a una monja en el Vaticano y terminar cantando en el puente de Avignon (Francia) —entoné bajito un clásico de Aerosmith—, me impuse el objetivo de seguir completando mi álbum mundial y apuntar así a explorar aquellas regiones que componen nuestra envoltura terrestre —o casi todas, todavía me queda pendiente Irak y Afganistán—.

El modo elegido para culminar lo que había empezado fue el medio acuático, dándole un formato de combo aventurero de Balsa Atlantis, con una cruza de Plaza Sésamo con sobredosis de frivolidad, que me llevó hasta el extremo de mi cordura corroída de necedad externa, que con sus últimas brazadas me impulsó hasta el final de mi travesía.

De golpe junté mucha fuerza —no sé de dónde— y le puse coraje a una señora que arrancó con una cortesía inusual explicándome que estaba festejando junto con su marido su aniversario de casados número 40 y que habían estado esperando algún tipo de agasajo conmemorativo por parte de la empresa —generalmente son globos, un cartel y una botellita de algún espumante—, pero que al llegar la fecha del acontecimiento y al no haber sido agasajados con nada se sentían fuertemente defraudados.

Diligentemente, me fijé en su ficha personal para percatarme de que casualmente su cumpleaños matrimonial estaba aconteciendo en el mismísimo instante en que hablábamos, con lo cual me ofrecí a enviarles todo su regocijo materializado en menos de lo que canta un gallo —o una ballena, para darle un toque más localista— a su alcoba con vista privilegiada al mar.

La señora, terriblemente ofendida, cambió su tono afable para proseguir con un «no, no, ya es demasiado tarde». Insistí alegando que aún eran las nueve de la matina y recién comenzaba el día de celebración, pero ella contestó que el «efecto sorpresa»se había estropeado totalmente y, ante mi pregunta de qué tipo de sorpresa estaba esperando si ella misma había sido la encargada de pasarle el dato a su agencia de viajes antes de embarcarse —demostrando ser más incoherente y contradictorio su proceder que el de un hacker comprando software legal en un comercio—, pasó a transformarse violentamente en uno más de esos seres cargados de rabia que tanto vinieron persiguiéndome últimamente.

—No me entendés. Yo esperaba despertarme con globos, flores, una frapera y, en cambio, solo tuve decepción y la fantasía que tenía planeada se estropeó —replicó la madama de la desolación y continuó con que debido a su defraudación pretendía algún tipo de compensación para no hacer tan duro su golpe emocional.

Deprimida por el retraso de su telenovela de la tarde, me dobló la apuesta con un «creo que alguna intención por parte de ustedes sería fundamental para reparar este dolor y frustración causados y solo creo conveniente alguna forma de indemnización».

Con ese toque de poca tolerancia que me caracteriza, le pregunté: «Ahhh, ¿usted quiere que le demos algo gratis?»,dando pie a un ataque de ira de esta pasajera, que ofendidísima por mis palabras se volvió más loca remarcándome que mi tono y modalidad de plantear el caso era poco sutil y ella en ningún momento había utilizado ese vocabulario.

A los mexicanos nunca les negaron la posibilidad de emigrar a EE. UU. Simplemente, levantaron una pared a lo largo de toda la frontera, la electrificaron y soltaron a los dóbermans. ¡Sean bienvenidos!

Preguntándome cuál sería su escala de valores en cuanto a sus prioridades de subsanar una decepción de quince minutos de retraso de una botella de vino tinto gratis y cuatro trufas de adorno, imaginaba qué sucedería si no consiguiese para Navidad lo que le había pedido a Papá Noel, quizás podría compensar su desgracia comprando un juego de tres cubiertas Goodyear que justo estaban en promoción y te regalaban la cuarta gratis; o en el desafortunado caso de que perdiese un ser querido en un accidente podría comprar un Topolin para atemperar su dolor, ¡con el juguetito que viene de regalo!

Una vez más, me encontraba en el front desk del asilo de la locura.

«Bienvenido al infierno»fue la primera frase que escuché de mi nuevo jefe inglés mientras me estrechaba la mano transmitiendo buenos augurios y esperanzas de un futuro mejor para todos. «Gracias»,repliqué recordando que esa frase ya la había escuchado en todos mis otros barcos y en ese mismísimo instante un nuevo uppercut desprendió mi quijada de cuajo al ser golpeado directamente por la descarnada realidad al estar una vez más en una nueva aventura naval.

Las contraposiciones siguen siendo constantes para todos los que recorremos esta encrucijada terrenal y nuevos y distantes polos me mostraban los opuestos de lo que había sido rotar del barquito más chico de la flota al más grande de todos.

Pasé de hilvanar collares de caracolitos en una feria hippy a convertirme en orfebre de Swarovski ¡de un minuto a otro!

Simplemente, tomar un edificio de 20 pisos de alto, extenderlo por 500 metros de largo y rellenarlo con 4500 personas daría una cercana noción del vértice con el más allá que representa trabajar en uno de los cruceros más grandes de la Vía Láctea, saturado con la insanidad más galopante vista en los siete mares —abajo y arriba de la superficie también—.

Extensas jornadas laborales, un volumen de trabajo desbordante y mucha pero mucha gente por todos lados logró quemarme la cabeza luego de la primera tarde.

No podía dejar de pensar que exactamente hacía una semana me encontraba presenciando un humilde recital under en Mardel de una extraña banda fundadora de un nuevo género musical conocido como rock bizarro llamada The Piki Horror Show. La particularidad la representa su vocalista, que practica una actividad paralela en aquellos momentos en los que no se dedica a la música y así se lo puede encontrar desempeñándose como seguridad del Museo de Ciencias Naturales, complementado con una junta de firmas popular para peticionar la posibilidad de ser invitado al programa de nuevos talentos conducido por Anabela, en Crónica TV (BBB).

Pasar inmediata y abruptamente siete rotaciones terrestres más tarde a estar vivenciando un partido en vivo de la Football World Cup en un cine a cielo abierto en un piso 17, estando sentado en el borde de una piscina bronceando mi pálida pielcita de invierno bonaerense y mimetizando el flojo desempeño del match con las ondulaciones que hacían las nubes ubicadas en el horizonte, por detrás de la megapantalla, gracias al movimiento de las mareas, simultáneamente en que navegaba por el mar Caribe, me hizo comprender que me cuesta encontrar términos medios.

Me resigné.

Viejos amigos que se reencuentran, nuevas caras que aparecen y los mismos formatos de chiflados se hicieron presentes ni bien me subí a esta mega ciudad flotante, donde enseguida tuve que verme envuelto en un intercambio intelectual de alto calibre con una pasajera que me comentaba, indignada, que ella justo se encontraba caminando por un pasillo y sin darse cuenta se tropezó con un individuo —que estaba agachado, atándose los cordones de las zapatillas— y ella sin verlo terminó en el suelo con un importante chichón en su culito —me lo mostraba en puntitas de pie para que no me perdiera ningún detalle—.

La señora, totalmente fuera de sí, exigía no ver al médico hasta que le asegurásemos que los cargos serían reintegrados, ya que ella consideraba que había sido culpa nuestra y estábamos 100 % en falta, a lo que entre imágenes perturbadoras de su cachete violeta y altas actuaciones estelares de la vieja que se hacía la que no podía caminar, y redobles de alto impacto de efectos especiales de mi parte, donde casi logré escurrir una lágrima simulando mi más profunda consternación por lo sucedido, no podía parar de imaginar qué llegaría a pasar si algún día esa pasajera tuviese un derrame cerebral estando justo en ese momento dentro de un supermercado —le exigiría a PepsiCo que le cubra los gastos de internación, a Gillette que le reembolse los medicamentos y que la vaca de Milka finalmente se haga cargo del subsidio de seguro por invalidez—.

Abrumado, cansado y medio disociado con las patologías de turno, me propuse terminar de una buena vez lo que había comenzado y así decidí poner un pie en la última región del planeta que me quedaba por conocer. Caminé al principio, corrí un poco más tarde hasta que me trepé a esa imponente pared con vista desafiante y para mis adentros la satisfacción de estar subido a ese increíble morro en San Juan de Puerto Rico me daba la palmadita espiritual final, diciéndome: «Bien hecho, llegaste al Caribe. ¡Chévere!».

Dándome vuelta rápidamente para constatar si el que me felicitaba era efectivamente el Doctor B o quién, solo logré encontrar mucho aire caribeño, una ciudad increíble cargada de historia, cultura y retazos de modernidad, inundados con la inconfundible influencia de ese Papichulo que le dio la opción de ser una estrella más de su mantel o unirse a sus vecinos cubanos y dedicarse a juntar margaritas del mantel como Fito Páez —¡o habanos!—.

La verdad es que jamás me hubiese imaginado que Puerto Rico tendría semejante desarrollo y despliegue, dándome cuenta de que todo en la vida tiene un precio y la retribución a cambio del vuelo evolutivo viene canjeada con que su pueblo en cierto punto no sepa bien si son latinos o qué, haciendo que un diálogo común con un puertorriqueño arranque con el Diccionario de la Real Academia Española y concluya con la Enciclopedia británica —rebajada con soda—.

Entre admiración por un bello país y dolor ajeno, al ver que el léxico de sus habitantes por momentos olvida palabras en su idioma nativo y son reemplazadas por el de un plan sagaz de dominación mundial, encubierto en colonización y dominio político-económico, me llevó a pensar qué hubiese sucedido si en algún punto de nuestro bicentenario hubiésemos tenido la opción de ser una coronita más de la madre patria.

Supongo que una mezcla de lunfardo argento entrecruzado con gallego produciría confusiones y malentendidos genéricos incansables, al terminar uno fornicando con diversos objetos, al seguir las órdenes de «coger» dicho elemento y así en un estado de aturdimiento no saber bien qué formato híbrido cultural emplear, concibiendo que miles de personas sean arrestadas por muestras de comportamiento obsceno en la vía pública al eyacular alegremente en buses, trenes y subtes ante el pedido de otro ciudadano al exclamar «favor de correrse» para poder llegar a la puerta de desembarque.

Otra manifestación transcultural será evidente al momento en que millones de argentinos generen un quiebre de la balanza comercial y fiscal produciendo un efecto tequila, mate, churros rellenos y paellas valencianas, hundiendo a medio continente en una crisis financiera aún peor que la del 2001, al seguir el ejemplo del joven trabajador promedio de «currar», pedir el «paro» y seguir cobrando un sueldo por otros tantos meses más, pensando que el dinero mágicamente sale de una bota de vino o se origina dentro de un jamón crudo.

Un tango con castañuelas en Ibiza. Un flamenco con bandoneón en El Chaco.

«Chau, amigo» fueron mis palabras finales hacia ese puertorriqueño parado al final del muelle que ayudó a terminar mi fantasía de utopía colonialista y ser despedido recíprocamente por este con un «adiós, argentino, que tu trip sea bien nice y vuelvas soon a mi lindo country».

Un pueblo que optó por la seguridad y estabilidad económica, aceptándose como parte del Commonwealth, junto a un viajero que logró cumplir su sueño de conocer el mundo, reconociéndose como ser ambulatorio y conviviendo felizmente con su inconsciente.

Dos formas de vida. Dos estilos de vivirla. Hacé de tu culo un pito.