Abstrayéndome de mis pensamientos, subí a mi jeep y continué mi trayecto hasta ese exacto lugar que le dio el primer nombre a la isla: “Te Pito” (no voy a hacer ningún chiste al respecto). No sabía con qué me encontraría, puesto que un mojón denominado “ombligo del mundo” (en su lengua) disparaba mis más alocadas ficciones intra-cerebrales. ¿Sería una concavidad que te transportaba hasta el centro de la tierra? ¿Una abertura en la corteza terrestre, en cuyo interior se encontraría la fórmula secreta de la inmortalidad? ¿Estaría la partera del pueblo atendiendo? Al llegar, y para mi desilusión, solo me topé con una roca redonda de mediano tamaño rodeada por otras piedras de menor escala a su alrededor. Una vez más, las semejanzas bizarras eran notorias, trayendo inmediatamente la imagen de la selección argentina dirigida por el “Checho” Batista, donde el “centro del universo” Messi era rodeado por un montón de ricos fragmentos minerales sin motricidad, que solo acompañaban con la mirada.
Una campiña de película, senderos emocionantes y una incesante cantidad de lloviznas intermitentes me depositaron en el otro extremo de la isla. Ante mi diminuta existencia, una imagen gigantesca me hacía ver cuán pequeña era mi mortalidad frente a otros. Con mucha humildad y en un estado de emoción total, por haber llegado hasta ese punto que siempre admiré desde épocas remotas, me paré ante un silencioso y majestuoso ser que transmitía respeto y seriedad. Estaba frente a un MOAI. Miles de interrogantes invadieron mi cabezota: ¿por qué desaparecieron sus creadores? ¿Cómo los transportaron desde sus canteras de creación a kilómetros de distancia, pesando éstos varias toneladas? ¿Para qué carajo le sirve el Twitter a alguien común y corriente que no es famoso?