Las contradicciones de la humanidad son sorprendentes. Lo que uno considera de una manera en un momento de su vida, otro le encuentra un lado antagónicamente diferente y lo adapta ante una perspectiva discrepante. Lo que hubiese dado una persona por escaparse del horror y la miseria humana de estar prisionero en un campo de concentración nazi: torturas, aberraciones, experimentaciones y violaciones de todo tipo hacían que la muerte fuese lo más parecido a la felicidad liberadora. Hoy, en el siglo XXI la historia se manifiesta en sentido inverso. Miles de turistas luchan por saltearse la cola o subirse primeros al bus que los deposita en el Campo de Exterminio de Auschwitz, Polonia. ¿Qué increíble, no?
El campo está compuesto por varios edificios de dos pisos transformados en barracas de presidiarios, llegando a meter apiñonadamente a más de 700 personas en una sola habitación y hasta a 6 individuos por cama (un costal relleno con paja en el suelo). Hoy, esos barracones fueron transformados en museo, dedicando cada habitación a mostrar alguna característica de la vida diaria en un mundo saturado de abominación y rencor. Uno de estos edificios es el que alberga en enormes piletones (detrás de vitrinas que asemejan peceras gigantescas) las miles de pertenencias que les fueron sustraídas a las personas al bajarse directamente del tren, previo paso a la cámara de gas y con el crematorio como destino final. En estas enormes vidrieras del espanto, pueden verse miles de pares de zapatos; anteojos; valijas con los respectivos nombres de sus dueños; cacerolas y el mayor de los golpes bajos: miles de toneladas de mechones de pelos de aquellas mujeres que fueron rapadas antes de entrar a la supuesta “ducha higiénica” (de la cual nunca saldrían vivas). El cabello era procesado en fábricas para desarrollar un material similar al hilo que servía para confeccionar los cuellos de las camisas de los uniformes de los soldados alemanes. Si bien los artículos pertenecientes a las víctimas, fehacientemente tuvieron un dueño/a, el hecho de ver un fragmento genético testigo del genocidio, fue lo que más me impactó de todo el recorrido. En cada flequillo, en cada trenza, una identidad seguía aún suplicando desconsoladamente.