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Bath Anecdótico

Todos hemos tenidos profesores odiosos. En la secundaria y en la facultad. Yo tuve uno que era un reverendo jodido. Pero con letras mayúsculas. Daba varias materias en la universidad y era famoso por bochar a todo el mundo. Era pedante, soberbio y cualquier ser que no estuviese subido en su pedestal de “sabelotodo” era considerado como un ser inferior. Al igual que muchos otros, tuve que recursar sus materias varias veces, rendir recuperatorios, finales y quién sabe que más para poder terminar mi carrera. Era el cuco. Sus clases eran un embole, sumado a que me llevaba mal con él, más el detalle de que tengo una facilidad increíble para dormirme con los ojos abiertos; sus cursadas eran interminables. Es que me aburro fácil. Soy más práctico que teórico. Haciendo un esfuerzo, sólo puedo recordar dos cosas de este “Hombre de la bolsa” de la docencia. La primera fue una vez que en medio de una clase, estornudó y como efecto de esto, se le quedó colgando un moco largo que le llegaba desde la punta de la nariz hasta el mentón. Nunca se dio cuenta y todos nos estábamos tentando, mejor dicho, meando de la risa sin decirle nada. Iba y venía caminando de una punta a otra del salón dando una charla magistral sobre quién sabe qué (ya me olvidé). El moco era de esos medios transparentes que cuelga tipo gota. Cada vez que movía la cabeza, el mismo se tambaleaba de un lado a otro de su cara como si fuese una bolsa de puching. Esto siguió así por lo menos unos 15 minutos hasta que volvió a estornudar y se lo sacó con un pañuelo. El otro recuerdo, fue el de haber escuchado por primera vez en mi vida de su boca sobre una ciudad en Inglaterra llamada Bath. La misma era famosa por sus baños romanos termales de 46 grados centígrados. Soldados heridos de la guerra llegaban hasta ahí para bañarse en sus aguas minerales y curar mágicamente sus heridas. Esa historia me despertó de un porrazo. Que increíble. Imaginaba a gladiadores cascoteados luego de una batalla temeraria renguear hacia ahí con sus últimas energías. Dejar el escudo en un costado junto a su espada y hundirse en la piscina. Sanar el cuerpo lacerado y la mente destruida. Tremendo. Hoy estuve ahí, en esa misma pileta del Imperio Romano. Justo ahí, donde los guerreros se recuperaban para volver a subir al ring una vez más. Ahí nomás, en ese sitio cuyo nombre logré retener por más de 20 años. Es que la teoría me aburre y me disperso rápido. Prefiero aprender andando.