Me había cruzado toda la costa norte de Francia manejando. Un pueblito diminuto por aquí, parada obligatoria, fotos y más fotos. Comer unos mejillones con salsa de roquefort y ajo fue casi una obligación. La vista al mar. El acantilado imponente de tiza blanca. Las imágenes de pinturas de Claude Monet de ese mismo lugar una y otra vez. Sigo la marcha. Puentes gigantes, autopistas y caminos rurales. 650 km de un tirón. Agotado por el trajín del aventurero bizarro diario (conocí 14 pueblos en 8 días) y de sumar millas a mi andar, decidí parar a dormir en un lugar cualquiera. Crucé la frontera de vuelta a Bélgica y lo primero que aparecía en el GPS era una ciudad balnearia llamada Ostende (¡como el de la Provincia de Buenos Aires!). Entre risas, estacioné, tiré las cosas en el hotel y me fui a dar una vuelta por su rambla. Los edificios eran muy parecidos a algún lugar que no lograba dilucidar bien cual era. La arena amarronada, el viento y ese gélido Océano Atlántico. Aquellos edificios encimándose sobre la playa otra vez. Seguí hasta la escollera y de ahí, tras unos sonidos hipnóticos que venían del final. Para mi sorpresa, a plena luz del día (en verano oscurece a las 22:00) había una fiesta electrónica. Mezclados con el aroma del puerto, señoras septuagenarias paseando a sus perros junto a jóvenes bailando con gafas solares, agua mineral en la mano y mucha música. Marquesinas que denotaban aquellos famosos artistas y músicos que alegraban a las masas en espectáculos gratuitos al aire libre. El imponente casino a lo lejos y los infaltables restaurantes frente al mar. Negocios de venta de caracolitos y chucherías para el gusto popular.
Si observás bien, creo que hasta se ve el edificio Havanna también. Chicas en rollers y otros en bici. Llegué de casualidad a la ciudad balnearia por excelencia Belga, llamada (irónicamente) Ostende. Miré una vez más para ver si estaba loco o qué, pero me volví a reír. El infaltable borrachito escabiando del tetra y cuando no, uno fumándose un porrito contemplando el horizonte. Las coincidencias eran abrumadoras.
No me podía contener: ES QUE ERA IGUAL A MAR DEL PLATA.
¡Estaba en la versión Belga de la Ciudad Feliz! Busqué a ver si veía a mis amigos, pero creo que aún siguen en Mute de Playa Grande. Riéndome solo, agotado y sin perder el efecto sorpresa, me subí a un bloque de esa mágica escollera y me uní al baile sin importarme nada de nada. ¡Cuando estas más allá del bien y del mal bizarro!
Mardel & Ostende un solo corazón.