En un ataque de locura total, me paré en el borde sobresaliente de esa imponente elevación y exclamando, dediqué mi logro de llegar al otro lateral terrestre a los hermanos Curuchet; a los lobos marinos de la Playa Bristol; a los Juegos Deportivos Panamericanos 95, con las inmensas y nuevas posibilidades de ratearme del secundario que aportó a mi vida (cambié pool en un bar de mala muerte por salto en garrocha de primer nivel); al muñeco Mateico y su Movida del Verano; al espigón de Celusal (en nuestros corazones seguirá siendo salado); al Cholo Ciano en su legendario Canal 8 y sus apariciones obligadas, al cortarse las transmisiones de los partidos del mundial en vivo y tener que llenar el espacio acotando incoherencias y hablando boludeces hasta que se restableciera la señal; al emisario submarino que nunca se terminó y nos tapó de soretes; a los cisnes infaltables en toda fotografía del Parque Camet; a la banquina del puerto y su olor a pescado podrido; a los Power Rangers de la fuente en la peatonal; a noches de frenesí en la Avenida Constitución; a tardes de surf en Playa Grande; al Club Atlético Aldosivi y su cantera devenida en kartódromo y finalmente, a los alfajores más ricos del planeta.
Efusivamente metí mi mano en el bolsillo de mi campera y saqué, al estilo Rene Lavan una bolsita de HAVANNA, que a modo de bandera gloriosa estiré lo más alto que pude en mi brazo y cual Neil Armstrong clavando su logro en la luna, le grité al mundo entero que un MARPLANAUTA se había cruzado medio planeta, para llegar hasta uno de los lugares más lejanos y recónditos, y dedicárselo a todos aquellos recuerdos que nos acompañaron desde el moisés.