Si llegar a Turkmenistán presenta un desafío burocrático a tener en cuenta, imagínense lo que es moverse desde la capital a unos 250 km por pleno desierto hasta el medio de la nada misma. Allí en 1971 un grupo de científicos soviéticos se encontraban haciendo excavaciones en busca de hidrocarburos. El golpe de suerte vino cuando dieron con una cueva de gas natural que colapsó bajo sus pies succionando equipos, carpas y demás (increíblemente, nadie murió) formando un cráter de dimensiones similares a la de una canchita de fútbol. La aldea cercana, Darvaza, se mostraba vulnerable ante la intensa emanación de butano y los fuertes vientos que peligraban la salud de su pequeña población semi-nómade. Una mente brillante tuvo la ingeniosa idea de encender un fósforo y prenderlo fuego para que en un máximo de 48-72 horas se consuma en su totalidad. Hoy, más de 40 años después, el pozo sigue ardiendo más fuerte que nunca, habiendo sido rebautizado como: LA PUERTA DEL INFIERNO.
A modo de ritual Maya, tomé un cartel con el número 100 impreso y lo arrojé con mis máximas fuerzas al hoyo de ardientes brasas como si fuese una ofrenda. El calor lo elevó bien alto por los aires, moviéndolo ligeramente de un lado a otro antes de desplomarlo al abismo y calcinarlo inmediatamente. El cierre de mi gira global había concluido. Estaba en paz. El fin de un ciclo se incendiaba ante mis ojos en ese momento. Feliz es una palabra que no haría justicia a mis sensaciones. Estaba más que extasiado. Dichoso. Mi objetivo había sido consumado (literalmente).
Uno se pregunta ¿Qué hace una persona en la mismísima puerta al infierno? ¿Lleva a cabo un rito satánico? ¿Se suicida? No, simple: saqué de mi mochila una bolsita con malvaviscos, encerté dos en un pinche de fondeau improvisado con el alambre de una percha de metal y me senté en el borde a tostarlos. ¿Qué pensaban? ¿Qué me iba a tirar de cabeza?