La vuelta a casa después del laburo. La rutina de retornar al hogar cansado de un día agitado y sin tregua. El bondi en la misma esquina. La chica que atiende el kiosco al lado de la parada, con semblante que expresa una carencia afectiva desde hace mucho tiempo. El mozo del café de enfrente que se saca cera del oído mientras cuenta el mismo chiste una y otra vez ante los clientes habitués que se sientan en la misma mesita, piden el mismo cortado con las infaltables dos medialunas y el suplemento deportivo de La Nación. Te subís al autobús.
Las caras se empiezan a reproducir ante mi mirada. La señora despeinada que le da una teta cargada de leche a una nena con el rostro sucio. La jovencita con delineador, pulseritas con púas y una remera de Green Day creyéndose que se lleva el mundo por delante. Un bravucón habla por celular con sus amigotes. La misma charla: van a agarrarse a trompadas con los de la escuela rival esta noche en el boliche, solo porque están aburridos. Uno se durmió y se pasó de su parada, seguro. Un laburante con cara de destruido que odia a su jefe. Una secretaria que tiene ganas de mandar a todos a la mierda en la oficina. Mirás por la ventanilla y ves la misma casa con el mismo auto color rojo en la rampa. Pasás por esa cuadra donde ves ese restaurant y decís “alguna vez voy a tener que venir a conocerlo” y obviamente, no vas nunca ya que no queda cerca de tu barrio. El vendedor ambulante que sube y le deja de regalo un “Cofler” al chofer, saludándolo efusivamente como si lo conociera íntimamente, cuando verdaderamente no tiene idea ni de cómo se llama. Ofrece un par de chucherías y pensás, ¿quién cuerno va a comprar esas porquerías? Siempre alguno compra algo (a veces dos o tres). Aparece la casa con rejas verdes y ese perro labrador que le ladra a la nada misma. Un flaco con ropa deportiva de marca, escucha música bien fuerte, como diciendo “acá estoy”. Su melodía apesta. Cualquier ritmo bailable que involucre “perreo” me genera animosidad, especialmente ese conjunto de rechinamientos salido de una licuadora de flatulencias llamado reggaetón. No me queda otra que escucharlo o levantarme e irme a la otra punta. La altura del bus te permite ver por arriba de las medianeras de las viviendas de las cuales, nunca verías nada si fueses caminando por la vereda. Al doblar en esa calle con el bache gigante que hace más de una década nadie tapa, se ve ese chalet con la habitación de una nena. Los mismos stickers en la misma ventana. Creo que son ositos cariñosos o algo así. Más adelante, al llegar a la esquina de la casa abandonada, los pastos crecidos y ese jardín en ruinas te hacen saber que debés tocar el timbre ya que estás llegando. Volvés cansado. El hábito del regreso al hogar te cansa aún más.
Hoy me di cuenta que ese evento había conmutado bizarramente en mi vida. Estaba volviendo del laburo a unos 20.000 pies de altura. Miré por la ventana y vi un grupo de islas artificiales. Todas agrupadas bajo un contorno de globo terráqueo gigantesco. Una sola estaba habitada. Se veía una especie de mansión con frondosa vegetación y una piscina hermosa. Miro a otro pasajero que estaba observando a mi lado y este me comenta: “Dicen que ahí vive David Beckham”. Mirá vos. Mi rutina de vuelta al hogar no es la misma que la de antes. Contemplé una nube con fisonomía rara y casi por arte de magia ya había vuelto. Todo cambia (y está bueno que así sea).