Creo que hay cosas raras; muy extrañas y más allá del bien y del mal. Después de todo eso, viene esto:
- Volver manejando de Santiago de Compostela por la ruta en un road trip familiar y recordar sin muchos datos preciosos, que por ahí cerca, estaba la casa donde vivía el tatarabuelo.
- Sin nombres exactos de calles o localidades, poner en el GPS un cementerio cercano.
- Llegando al mismo, en medio de un monte de Galicia, de noche, en invierno, cruzarte a un tipo solitario deambulando por la nada misma. Preguntarle si conocía el apellido familiar y que éste, no sólo conozca la familia, sino que te indique cómo llegar a la casa abandonada donde solían vivir (a 500 metros de ahí).
- Pararte en la puerta, que salga un vecino y que este te presente a otro vecino que compró la propiedad y tiene la llave.
- Que este último te invite a pasar, te abra el granero aún en pie donde el tatarabuelo guardaba sus animales y descubras un carrito abandonado del 1800. Un carro que quizás, el mismo progenitor utilizara para sus quehaceres diarios en el campo.
- Pensaba que si una fría noche de invierno, me golpean a la puerta unos delirantes con acento extranjero pidiéndome pasar a mi casa, lo mínimo que haría sería llamar a la policía y soltar los perros. Pero los gallegos son amigables. Cruzamos un tambo con 20 vacas y finalmente salimos al patio donde originariamente se situaba la entrada a la morada. Sobre el marco de la puerta, escrito sobre la piedra, el nombre indicaba que estábamos en el mismísimo origen del todo. La Meca de la Dinastía familiar. Esculpido se podía aun leer el apellido desafiante ante el paso del tiempo.
- Finalizar la velada extraordinaria cagándote de frío, a oscuras, en un cementerio de pueblo tiene un sentimiento de aventura, pero si a eso le sumas encontrar la TUMBA DE TU TATARABUELO (el primero en subirse al barco) lo eleva todo a un nuevo estado de locura inexplicable.
Los siete pasos de una tarde conectada a las raíces en Galicia.
