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Compartir, la consigna es compartir. Siempre fue así. Desde pequeño. Desde la cuna. Recuerdo más que nada, el prescolar: había que prestarse los crayones, la plastilina, los juguetes, las camperitas de gimnasia, etc. Inculcar aquellos valores de compañerismo que nos vienen persiguiendo desde épocas remotas que ni teníamos registradas. Todo eso se me vino como una ráfaga al cerebro. En un santiamén. Ahí, en el corazón de Asia Central.

El Cosmódromo de Baikonur fue donde se originó todo. La era espacial. En primer cohete. El primer satélite. El primer humano en ir al espacio. El primer todo. La supremacía soviética en su máximo esplendor. El remanente de la raza solo se limitaba a observar por TV en blanco y negro desde sus hogares. A mediados de la década del 50’ los empleados de dicho santuario vivían en esa desolada región, aislados de absolutamente todo. Camellos desperdigados, aridez y mucho desierto en cada dirección. Ahí se levantaron esos monobloques cuadrados y simétricos para que cientos de operarios, científicos, ingenieros y las mentes más brillantes de la época residieran junto a sus familias.

Homología total. Domicilios estandarizados con servicios básicos y nada más. Funcionalidad, sí; confort, no. Rigidez sin ningún tipo de curvatura que rompa con la arquitectura ideológica del momento. Todo revelaba menos movilidad que un rompecabezas enmarcado (de esos donde las piezas se pegan con plasticola para formar un retrato pixelado). Las instalaciones fueron creciendo, así como su progreso en cuanto a tecnología de avanzada. Nuevas viviendas se erigieron a unos kilómetros de las originales, donde un austero asentamiento cobró identidad propia y hoy, es la parada obligada dentro de Khazakhistan para despegar hacia el infinito (o la Estación Espacial Internacional). Baikonur fue rentada hasta el 2050 al gobierno Kasajo por Rusia, al disolverse el Unión Soviética en 1990. 57 km² de tierra árida donde entretenerse con cohetes y lanzar naves a la estratosfera (suena divertido) sin correr el riesgo de que se te reviente un tanque de hidrógeno líquido en la cabeza (estuvieron astutos, camaradas). 

Ahí me alojé por dos noches. En un antiguo centro residencial leninista convertido ahora en un modesto hotel. Era el único bloque habitable, ya que los 20 restantes estaban completamente abandonados y tapeados. Estar morando en un humilde departamento retro en medio del páramo, le daba mística. A lo lejos solo lograban verse plataformas abandonadas de lanzamiento de antiguas glorias como el “Vostok-K” o el “Zenit”. Los camélidos andaban libremente de aquí para allá, pudiéndose divisar también un par de liebres. Eso era todo. La magia era peculiar y me atrapaba por completo. Mi habitáculo tenía un living separado con un sillón vetusto y un escritorio. Donde solía estar la cocina, ahora había un lavamanos y una heladera. La alfombra de hace 70 años deliraría a cualquier decorador de interiores con amor por lo arcaico. El entorno, la atmósfera y el valor agregado de dividir hasta el papel higiénico me atormentaba una y otra vez a través de mi corrompida alma capitalista. Ahí estaba, viviendo una experiencia integral al palo. Curso intensivo de comunismo resumido: Duración: 48hrs.

Si bien el objetivo era presenciar el despegue del cohete Soyuz y hacerle, de paso cañazo, el aguante al primer astronauta emiratí en ir al espacio, tuvimos tiempo para visitar otros lugares históricos. El hogar de Sergey Korolev, el Museo Cosmonáutico, viejas plataformas del “Proyecto Buran”, junto a la chance de ingresar y jugar al cosmonauta en el cockpit de uno de los 8 trasbordadores Buran construidos. Crecer viendo la carrera y competencia espacial entre EEUU y la URSS en los 80’ me había marcado sin lugar a dudas. Crónicas de espionaje y películas de agentes encubiertos me volvían a refrescar mi pasión por toda la temática astral confidencial. Qué gran combo: Cosmonaves, astronautas, sistemas de propulsión de aceleradores sólidos, leyendas de traición, delatores, paranoia colectiva, guerra fría, espías de la KGB, informantes de la CIA y estética ochentosa. ¿Falta algo más? 

Me seducía, como el alginato de sodio a la gastronomía molecular.

La plantilla de profesionales que trabajan en el Cosmódromo representa básicamente a la población estable de ese rincón aislado de la Vía Láctea y sus hijos, tienen la posibilidad de asistir a un instituto formativo con orientación en Ciencias Aeroespaciales. Tuve la oportunidad de conocer una escuela diferente; única, diría yo. Caminando por sus aulas impolutas, pude advertir que la gran mayoría de las materias estaban relacionadas a la física, el cosmos y la ingeniería aerodinámica. Los promedios más altos, al terminar la secundaria, son becados directamente para acudir a la mejor universidad tecnológica de Moscú. Me imaginaba a esos adolescentes súper cerebritos de quinto año organizando su viaje de egresados. Si llegasen a participar en “Feliz Domingo para la Juventud” ganarían rotundamente en todas las categorías habidas y por haber, humillando incluso al mismísimo escribano Prato Murphy.

Fantaseaba con uno de los clásicos segmentos del maratónico programa televisivo conducido por Silvio Soldán:

NOMBRE Y COLEGIO: Svetlana del Liceo Provincial Físico Cuántico de Ingeniería Espacial Astrométrica Nro. 3 de Baikonur.

SILVIO: Pregunta número 1, sin repetir y sin soplar…

SVETLANA: Antes quería agradecerle las horas que nos cedieron los profesores, especialmente a Boris Tushenko que da Astronomía Observacional, a Pavel Borishkov de Cosmología II y principalmente a la seño Yelena Shishova de Mecánica Orbital.     

Tienen el viaje a Bariloche asegurado.

Se hicieron las 18:57 y el lanzamiento ya era un hecho. El fuego, las explosiones, la adrenalina a mil revoluciones. Estar contemplando ese músculo de poderío levantar delante mío fue algo sin precedentes (aún me tiembla el cuerpo al recordar el sonido de esos propulsores rugiendo). Mucha testosterona concentrada. Vigor a granel. El Soyuz es el Ford Mustang de los cohetes (un fierro). Tal fue la emoción, que me tomé el recaudo de preparar la cámara en modo filmación, buscar el foco perfecto y seguir con mi lente ese instante memorioso. Pequeño detalle; estaba tan exaltado por lo que estaba experimentando que olvidé apretar el botón de REC (cosas que pasan). Efectivamente, no hay video del evento…  

Aún con palpitaciones cardíacas de locura cosmonauta encima, mi aventura llegó a su fin y el complejo retorno comenzaba a desplegarse lentamente. Nota: Había que movilizarse de un punto totalmente remoto a uno menos apartado, para luego ir a uno mas normal y de ahí recién, enganchar el vuelo directo a casa.

Esta fue la tercera vez que nos pasa en 10 años. “Quedarnos abajo” al viajar sujetos a espacio. Staff Travel es así, si hay lugar subís si no, lola (la primera fue en Buenos Aires y la segunda en Dubrovnik). Volver del aeropuerto situado a 300 km del Cosmódromo con sólo 2 vuelos diarios nos jugó una mala pasada. Cientos de entusiastas galácticos colmaron la capacidad de los Embraer de la aerolínea de bandera. No había disponibilidad ni hoy, ni mañana y pasado, buena suerte. Estábamos a 1000 km de la localidad más cercana y ni una pizca de optimismo en el horizonte. Yo ya estaba con el espíritu por el piso, literalmente, ya que me tiré a dormir en el duro suelo de ese aeropuerto de Kyzylorda, Khazakhstan. El sitio era chiquito, dos counters, una oficina de ventas, un restaurante y un kiosco. Nada más. De golpe, no la encuentro a Sole. Me pongo a buscarla. Estaba sentada charlando con la única empleada de la oficina de ventas. Creo que la muchacha debe haber notado nuestra cara de desahuciados / mugrientos / hambrientos en ese cálido mediodía kasajo. Trataba una y otra vez de ver a que vuelo nos podíamos subir desde otra ciudad e inclusive, desde otro país. Todo estaba saturado. Tomó esta cruzada como una causa personal. No sé si era que nunca se había cruzado en ese aeródromo regional a dos empleados de otra aerolínea tan lejana; no se si tal vez sintió lástima por nosotros; no se si quería practicar inglés (generalmente no se ven extranjeros en esa zona) o no sé si en realidad era un ANGEL. Inmediatamente nos invitó a sentarnos, sacó de su cartera manzanas, queso de kurt (delicatessen local) una barra de chocolate y nos preparó dos cafés. Seguíamos sin entender el porqué de su solidaridad y buena predisposición. Jamás nos había visto y ni siquiera trabajábamos en su misma empresa. Se ofendía si no probábamos bocado. Nos compartió Internet desde su celular para que no nos aburriéramos. Seguido, se comunicó con un amigo remisero para averiguar si quería llevarnos hasta Almaty (1000 km de distancia). El chofer aceptó, pero teníamos que aguardar tres horas. Mientras ella negociaba el precio, su turno laboral había terminado y ya debería haberse ido. – Listo, los pasa a buscar a las 20:00 por mi casa y les cobra 50 usd por los dos-. A esa altura, no entendíamos nada de nada. 

Pidió un taxi y prometió cuidarnos hasta que podamos seguir nuestro camino. Quisimos darle dinero y se negó. Le dijimos que era demasiado todo lo que estaba haciendo y nos comentó que era «su deber». Seguíamos sin comprender. Nos subimos al taxi y en el trayecto, paramos en una casa de cambio para que trueque mis dólares por moneda local. Se le hizo tarde para ir a buscar a su hijo más chico al jardín de infantes, por lo que llamó al mayor para que lo pase a recoger. Yo ya me sentía mal de tanto abuso de generosidad y le decía que se olvide de nosotros. Ella repetía que no y no. Que un chiquillo de 9 años vaya caminando solo a por otro de 3, evidentemente habla muy bien de la seguridad del municipio donde nos encontrábamos (o eran todos inconscientes, quién sabe). Arribamos a su monobloc estilo década del 50’, nos quitamos los zapatos en el vestíbulo y tomamos asiento en un gran sofá. Una y otra vez nos ofrecía si queríamos ducharnos ya que debíamos estar cansados y sucios. Continuábamos sin poder creerlo. Nos insistía en que para ella era un placer ayudarnos y ofrecernos su hogar y baño, ya que era algo muy común de la hospitalidad kazaja. Juro que nunca había vivido un acto altruista tan sincero antes. Hasta en cierto punto me quedaba sin palabras. A continuación, nos invitó a la cocina donde había preparado unos panqueques de carne rusos, una rica torta autóctona y un delicioso tecito de frutillas. Llegaron los hijos del cole y vinieron educadamente a saludarnos. Entre risas por estar hablando con un argentino por primera vez en sus vidas, los dos se fueron a ver dibujitos en la tele. Nos esperó hasta que arribó el vehículo, le dio un par de directivas en su idioma y le tomó una fotografía a la patente. «Si en 10 horas no me escriben de que llegaron bien, tengo los datos de su matrícula» exclamaba despidiéndose. En un estado de sorpresa, descolocamiento y hasta aleccionado por lo que acababa de vivir, empecé a reírme a carcajadas. ¿Qué iba a hacer si no dábamos señales de vida? ¿Llamar a la embajada argentina en Moscú, a 4000 km de ahí? Mejor que nos den por muertos y a otra cosa mariposa. El conductor era un capo. Paró en la ruta a comprar melones y llenó el baúl junto a nuestras valijas hasta el tope. Fumaba sin parar, hablaba por celular permanentemente y no bajó de los 160 km/h. Llegamos vivos (no sé cómo) a las 7:30 am del día siguiente. Pensaba y pensaba. En este viaje había aprendido muchas cosas. Sobre laboratorios orbitales, sobre Roscosmos, sobre que Khazakhstan le sigue a la Argentina en cuanto al ranking de tamaño geográfico (octavo y noveno puesto respectivamente). Pero el mayor aprendizaje vino de la mano de la compasión. La ayuda sin doble intención. La empatía y la cuota bizarra de cada día. Esto superaba al empleado del mes, del año y de la eternidad todos juntos. De otro planeta. De otra galaxia. 

Volver a creer en el 1% de la humanidad por un rato. Ese 1% que suma y no resta. Cuando la consigna de compartir es tan intensa que la terminás padeciendo en carne propia, en una anécdota indeleble, en un país lejano, ahí, donde aún queda una mínima de esperanza. Spasiba. 

Miré al cielo y volví a sonreír. Que ironía. Es que en simultáneo en que rebotábamos de un vuelo en otro y no lográbamos avanzar en ninguna dirección, los astronautas ya habían acoplado con la Estación Espacial Internacional e incluso, sobrándoles el tiempo para sacarse una selfie flotando y subirla a las redes sociales. Ellos en gravedad cero, observándonos desde arriba y yo con la gravedad inflamada, viendo como oscurecía por la ventana.

Hay cosas que simplemente no tienen lógica alguna. Incongruente, como que una sesión de hipnoterapia sea conducida por un tartamudo.