Una cálida tarde primaveral en Ciudad del Cabo, realicé una excursión hasta la cima de su famosa “Table Mountain” que con sus más de 1300 metros de altura logra dar un color único a esa bella ciudad, y toma el nombre, debido a la enorme y aplanada cima que se visualiza desde varios kilómetros de distancia a la redonda. Mientras contemplaba el infinito y lograba llenar de energía mi alma, fui interrumpido por una desacatada y excitada pasajera que logró reconocerme entre los cientos de personas que paseaban por su chata superficie (la de la montaña). A modo de increpación, me gritó que su marido estaba perdido, y al ser YO el empleado del barco que los trajo hasta ese lejano punto del planeta, ENCONTRARLO era mi DEBER.
No sabía qué era más shockeante, si el planteo de la doña (como parar a un cartero de OCA por la calle y exigirle que te ayude a corregir la ortografía en la redacción de una carta formal); o que alguien sea tan pero tan boludo de perderse en un lugar, que es tan amplio como liso y que se ve desde cualquier punto donde se encuentre (como querer jugar a las escondidas dentro de un velódromo).
Bancame un minutito que tiro “bomba de humo” y desaparezco.