Transité por pequeños pueblos, así como por ciudades un poco más grandes y el denominador común fue la presencia de aljibes cada 3 o 4 cuadras en cada localidad. Era llamativo ver señoras, jóvenes y chacareros con sus caballos y ganado, acercándose hasta ese punto de encuentro a llenar de agua potable sus baldes, mientras se ponían al día de las últimas novedades vecinales. Por las mañanas, en cada placita se lo podía ver al tambero amigo con su carreta y sus caballitos apostados bajo un refrescante árbol, esperando a las amas de casa quienes, con sus jarras, iban a comprar leche fresca por litro. A los costados del camino no hay otra cosa más que campos de girasoles y maíz, perfectamente delimitados y pintados con unos colores impecablemente nítidos. Todo lo que veía, tenía un dejo de simpleza gentil.
Tardé 10 horas en hacer 530 km. La peor ruta que transité en mi vida (pozos, desniveles, vacas y tractores a paso de caracol). Llegué y encontré un único restaurante abierto. El menú estaba escrito en alfabeto cirílico y sólo atiné a pedir lo poco que lograba descifrar. Ordene «ciocolatta».
Me trajeron una barra de chocolate en un plato y cubiertos…