Hay un pequeño parque temático donde se puede volver el tiempo atrás y jugar como un chico entre muñecos tamaño real de policías, reyes y bomberos. Junto con los bloquecitos “Lego”, los Playmobil fueron una parte esencial de mi niñez y uno de mis juguetes preferidos hasta el día de la fecha (un clásico como las pastillitas “Tic Tac” de naranja). Cada navidad o cumpleaños esperaba ansiosamente el camión de bomberos; el plato volador o el set de indios y cowboys. Admito que al entrar a ese lugar mágico, me auto convertí en un sensei mayor freak, aunque sé muy bien que muchos otros se morirían por estar también ahí (no se vengan a hacer los maduros ahora). Una obertura de recuerdos de tardes enteras jugando en el patio de mi casa con 7 años, aún con un deseo verde de conocer el mundo, se volvió pegajoso como una rodaja de pan lactal en el paladar.
De golpe, llegué a un sector donde un operario sentado delante de una cinta transportadora, al mejor estilo Charles Chaplin en “Tiempos Modernos”, tomaba una piecita, la giraba, le adjuntaba otra y la volvía a poner en la cinta para que su proceso siguiese en otro lado. Precisamente delante de éste (como si tuviese un espejo retrovisor) había pegado un cartel que, con letras enormes decía: “ESTE CAMION FUE VENDIDO A UN CLIENTE SIN RUEDAS, PRESTA MAS ATENCION POR FAVOR”.
Belleza bizarra.