Casi por arte de magia, un altar surgió del éter en medio de la blanca arena. Decorado con flores regionales y unos tules, la ceremonia religiosa a la cual invitaba, era más que un hecho. Una parejita de tortolitos llegó al lugar minutos después, para dar comienzo a una sagrada unión en matrimonio. Como otros transeúntes playeros, me detuve a presenciar el emotivo momento, entre chicos con salvavidas de patitos, un tipo con Speedo, antiparras y snorkel, como así también, los siempre presentes turistas totalmente borrachos, producto de sus infaltables vacaciones “All Inclusive” (¡que la barra libre no se cierre jamás!). El maestro de ceremonias, un joven cura, sin dar aviso levantó una BIBLIA en una mano invocando a Dios y con la otra, elevó un CORAL aludiendo a… quien sabe a quién (¿Nemo?). Parecería ser que en el Caribe, la unión de dos personas es algo así como la conjunción de un fósil (muy romántico y autóctono). Sin tiempo de reírme, sorprenderme o reflexionar sobre lo que estaba ocurriendo, el cura invitó a los presentes a participar del arrojo del ramo por parte de la novia. La miré a mi partenaire en busca de complicidad, pero ante mi lentitud, ella ya estaba saltando metro y medio en el aire cual Magic Johnson bloqueándole un ataque de Larry Bird (¿me estará tratando de decir algo?). Irónicamente, el ramo lo agarró una ebria turista (¡zafamos!) demostrando que, ante la desesperación de una mujer soltera pasados los 35 años en búsqueda de un marido, no hay estado físico deplorable o control de alcoholemia que se interponga.