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LUNA DE MIEL EN CHERNOBYL

Un sentimiento de película de espionaje de los 70’ se apoderó de mi materia. No sabía si saludar o pasar desapercibido. Espacios amplios e iluminación lóbrega adornaban con evocación comunista cada rincón de ese enorme recinto. Mujeres sumamente atractivas pasaban por mi lado como en el carril rápido de la autopista de la divinidad. Los hombres en contraposición, portaban orgullosamente unas bermudas de jean con dobladillo arremangado estampado a cuadrillé, salidas directamente del túnel del tiempo (dentro de medio siglo, estoy seguro que seguirán vistiéndolas). Más perdido que Nikita Khrushchev tratando de decodificar un menú de Starbucks (¿descafeiqué?) miraba ese extraño alfabeto sin llegar a lógica alguna, mientras que la escalera mecánica seguía bajando y bajando.

El personal encargado del orden y mantenimiento de dicho lugar era íntegramente femenino, promediando esa edad en la que las chicas coquetas ya empiezan a ocultarla. Uniformes salidos de la década del blanco y negro y garitas de control sumamente retro, eran simplemente superados por teléfonos a disco (envidiados por todo museo de telecomunicaciones). Yo seguía descendiendo en aquella escalera mecánica (¿me estaban llevando hasta el centro de la tierra?). Voces que no entendía, símbolos indescifrables, mucho ruido y la necesidad de comunicarme con alguien, había llegado a su fin. Mi traslación descendente estaba por batir el récord de profundidad de los mineros chilenos (somos 2 y estamos bien) hasta que gentilmente, el escalón que me sostenía me posó sobre terreno firme. Las puertas se abrieron, cientos de seres humanos salieron y otros cientos entraron. Yo los seguí. El sistema de transporte sobreviviente a la ex Unión Soviética, había absorbido mi existencia dentro de ese antiguo vagón. Sus colores celeste y amarillo adornaban y empujaban mi imaginación hasta el límite. Sin entender ni comprender, me fui a pasear por donde el Metro de Kiev quisiese llevarme. Una vuelta bajo tierra por Ucrania. Así comenzó mi viaje al pasado. ¿Este va para Congreso de Tucumán o Chernobyl?

Definitivamente, me había subido a la línea correcta ya que arribé a la estación indicada. Caminé 2 cuadras y me encontré con un grupo de “gente distinta” (quizás tanto como yo) listos para vivir una experiencia única. Nos embarcamos en un bus y empezamos a marchar hacia las afueras de Kiev. La excursión era amena y la urbanización quedaba atrás, trocando ahora por campo y tranquilidad. Perdido y abstraído por la boscocidad, me fui extraviando en una sinfonía de recuerdos. Hacía exactamente un año, estaba viendo con unos amigos “Diarios de Chernobyl” en el complejo Cinemark del barrio de Palermo, Capital Federal. Ahora, a solo unos kilómetros de distancia, estaba por materializar esa visualización que emití con tanta intensidad 365 amaneceres atrás. En 1986 los argentinos festejábamos el gol de Jose Luis “Tata” Brown, pero en otro rincón del mundo, algunos festejaban vivir una semana más que su vecino, quien había sido victima de una leucemia espeluznante. Recuerdo ver en el noticiero declaraciones de Gorbachov (marche un dermatólogo) diciendo que la situación estaba bajo control y que la población ya había sido evacuada y puesta a salvo. Con solo 8 pirulitos, me perdía en la idea de pensar en que los habitantes deban irse y abandonar sus casas sin llevarse consigo más que lo puesto. Hace un tiempito había estado en Epecuén, aquella localidad Bonaerense que se había despoblado producto de una inundación desmedida. Esto era parecido, pero con un acento y contraste soviético que le sumaba estupor al ambiente.

Qué impresionante sería algún día poder pasear por esas calles… Hoy es ese día.

Hay tres puestos de control hasta llegar al corazón de la cuestión. El primero está a 30 kilómetros de la Planta Nuclear, luego hay otro a 10 kilómetros de la misma y el último está en la entrada de Pripyat. Esta última, era donde vivían todos los científicos y operarios que trabajaban en la planta, junto a sus familias (a solo 3 km). Lo primero que me llamó la atención fue que los guías (únicos autorizados a acompañar al visitante en cuestión) viven en uno de los complejos de viviendas adaptados ahí mismo (dentro de la zona de exclusión). Tanto el personal de seguridad, militares, los investigadores que controlan el predio, los bomberos, policías y obreros hacen turnos de 15 días sin moverse (y 15 de descanso afuera). Explicándonos sobre las mediciones y funcionamiento del contador “Geiger”, me tomó por sorpresa ver a otro de los turistas (un japonés cargado de aparatos fotográficos) preparándose como para ir a la guerra. Se había puesto, a modo de media en cada pie, una bolsa de supermercado que le cubría las zapatillas, en tanto que en la boca, se colocó un barbijo (me imagino que estaría preocupado por una gripe más que por combatir al “enemigo invisible” cubriéndose las vías respiratorias). El guía lo miraba descolocado, remarcándole que él llevaba un contador en su mano y que el límite tolerable del cuerpo humano era entre 1 y 2 unidades. El paso del tiempo había aplacado los niveles de contaminación (habiendo solamente radiactividad en la tierra), por lo que ahora, uno puede permanecer en la “ciudad fantasma” hasta 3 o 4 horas sin correr riesgo (la duración de nuestra visita).

Los lugares más seguros son aquellos donde el suelo está cubierto por cemento, ya que la radiación se adhiere mejor al polvo posicionado sobre materiales orgánicos. Recomiendan no caminar sobre el pasto, el moho, ni tocar plantas; mucho menos arrancar o llevarse a la boca frutos salvajes u hongos (Pity Alvarez tiene el ingreso prohibido). Las rutas de acceso fueron reasfaltadas y son lavadas dos veces al día con camiones hidrantes, para cumplir con las normas de seguridad y brindar protección a los mencionados empleados que transitan y habitan en dicho paraíso del uranio descontrolado. Mangas largas, pantalones hasta los tobillos, no tocar nada ni sentarse y meterle pata, es el ABC de cuidados necesarios para entrar y salir vivito y coleando. Yo además, me puse protector solar UV 30 (es que el sol estaba fuerte).

Justo cuando me estaba cayendo la ficha de que me encontraba en la mismísima CHERNOBYL, de la nada, el cielo cambia de temperamento y se larga el diluvio universal (muy raro en la zona). Para rematar, se desata un violento granizo. Como para quedarse tranquilo, si no te aniquila la radiación, una piedra helada caída a 180 km/h puede concluir el trabajo. Refugiándonos de la lluvia, le pregunté al guía si había participado (directa o indirectamente) en el rodaje de dicho film decadente (es malísimo) que trata de un grupo de excursionistas que se pierden allí y son perseguidos por unos mutantes “come hombres” (me refiero a zombies, no a las Kardashian). El ucraniano me mira riéndose y me dice: “Esa película de cuarta fue filmada en HUNGRIA”. Lo único que me faltaba escuchar… Primero, el chasco que me llevé en Vietnam al enterarme que todos los films bélicos, habían sido producidos en Tailandia con actores filipinos y ahora esto. Uno ya no sabe en quién creer. Los tipos se recrearon un estudio similar al ucraniano en otro país, ya que las autoridades locales tomaron como ofensivo que los norteamericanos quisiesen hacer una peli sobre seres que comen carne chamuscada, repercutiendo en mutaciones fisiológicas aberrantes (irónicamente abrieron luego al mercado la cadena Mc Donalds).

Estaba viviendo un fragmento de la historia en vivo y en directo (eso no tiene precio). Caminaba entre los restos de un asentamiento en el que se dejó crecer un bosque salvaje, siendo ocupados ahora sus calles, edificios y veredas con enormes árboles, manzaneros y plantas de moras. Algunos animales pueden llegar a verse en la lejanía, como caballos salvajes que atestiguan el horror de un accidente sin precedentes universales. Sentía la incertidumbre que habrían padecido aquellos que sin saberlo, se estaban contaminando silenciosamente por la fusión del reactor número 4. Aquellos bomberos que a las dos semanas, perdieron la vida al ser expuestos a la dosis más elevada posible, así como también, aquellos militares y mineros que colaboraron en la limpieza y construcción del sarcófago que selló la emanación hasta nuevo aviso. Generaciones siguientes de deformaciones fetales, cánceres de todo tipo y un encubrimiento por parte del gobierno, fueron los condimentos necesarios para confeccionar la tabla periódica de los elementos que, a décadas de haberse horneado, sigue dando un signo de pregunta como respuesta en cuanto a un número exacto de víctimas fatales.

Los niveles de radiación expuestos al hacer un vuelo transoceánico son más elevados que los de estar parado allí durante un rato. Hacerse una tomografía computada, arroja similares índices que caminar unas cuadras de un punto a otro sobre ese asfalto en ruinas. Fumar, vivir cerca de torres eléctricas, conservantes de alimentos, el uso intensivo de celulares y vaya uno a saber cuantas cosas más, también producen cáncer. Tanto en Chernobyl como en cualquier otro lado, el cuidado de la salud lamentablemente no está librado a uno mismo sino, a lo que se le cante al entorno. A esta altura el japonés paranoico, en vez de deambular como el común de la gente, saltaba de un lugar a otro como si fuese un ninja experimentado, evitando tocar una microscópica fracción de verdín con sus pantuflas de bolsas improvisadas.

Caminé abstraído por el entorno y conocí el centro cultural con su cine, gimnasio cubierto, discoteca y su piscina ahora, en total abandono. Me llamó la atención el estado “post guerra” de todos los elementos y construcciones en general. La explosión fue solo en un reactor, y el culpable del envenenamiento encubierto de todo lo que encontraba a su paso, fue el escape sigiloso de sus componentes letales. Entonces, ¿por qué era que absolutamente todas las ventanas estaban hechas añicos? La respuesta era obvia: VANDALISMO. Meses después de la tragedia, miles de personas retornaron a saquear y robar cualquier elemento que encontrasen a mano (la que les quedó sana después de tocar el picaporte de la primera puerta del barrio). Aquellos residentes originarios, dejaron atrás sus objetos preciados, por lo que los dueños de lo ajeno, ahora disponían como botín, un televisor atómico y una videocassettera con cuatro cabezales de plutonio. Hay que ser especial… Afanarse un artículo que ha sido contaminado por una fusión nuclear a cambio de que se te corroan las glándulas tiroides, se te pudra la piel y se te carcoma el tejido linfático (un aplauso a los rateros). ¿Qué pasaría si en Argentina se evacuara un pueblo de pequeño tamaño de la provincia de Buenos Aires, producto de un grifo pinchado de radiación, dejando las puertas abiertas de los hogares con pantallas Led de 65 pulgadas sobre la mesa? En menos de un pestañeo, todos los cacos del conurbano estarían reproduciendo un DVD pirateado de “Adrián y los Dados Negros” en vivo en Fantástico Bailable en sus teles nuevas, al mismo tiempo que se les corroe la oreja y el tímpano (no tengo muy en claro si es por la radiactividad o por el género musical).

Me dí una vuelta entre góndolas vacías del supermercado y pasé por el parque de diversiones, con su famosa noria que nunca llegó a girar. La inauguración de la feria estaba prevista para el 1 de mayo, con el pequeño detalle de que el 26 de abril a la madrugada, un hito pasó resaltador fluorescente sobre un antes y un después de los siniestros mundiales. El momento de insensatez lo sentí al poner un pie en el gimnasio de usos varios del centro comunal recreativo de Pripyat. Había arcos de handball montados en ambos extremos de la cancha, sogas que aún colgaban del techo para realizar destrezas físicas y un objeto en medio que monopolizó mi total atención: Un trampolín de gimnasia artística. Estaba listo para la acción. Sin dudarlo ni un segundo, emprendí carrera con envión rememorando que la última vez que utilicé uno de esos, fue en la escuela primaria en Mar del Plata. “Uno, dos, tres (pasos), arriba y salto con los brazos extendidos” (¿Tu profe de Educación Física también decía lo mismo?). Desde Mardel del 86’ hasta Chernobyl en el siglo XXI, todo parecía inamovible (sigo siendo un pibe).

Cada recinto, cada casa, cada instalación permanecía estática en un frasco de formol. El despliegue amplio y saturado de cemento, se interrumpía con graffittis y pintadas aleatorias de aquellos visitantes que reaparecieron después y bajo otro contexto (con un contador Geiger encima). Viajeros post accidente, habían cargado cada rincón con objetos estratégicamente colocados con el fin de aumentar la magnitud e imponencia visual. Al visitar un jardín de infantes, me pareció muy extraño que exactamente cuando fueron a evacuar a los niños, la pequeña “Natacha” haya dejado casualmente una muñeca colgando en el borde de un ventanal, junto a una flor de plástico minuciosamente colocada para que un manto de sol la ilumine desde el Oeste. ¿No es demasiada casualidad que el revoltoso “Dimitri”, a punto de ser alcanzado por un rayo gamma, se tomase la molestia de ubicar su caballito de juguete en la esquina de su habitación, junto a una pintura colgada en la pared de su mamá y su papá en épocas de “perestroikas” felices? (reconozco que saqué más de un centenar de fotos cargadas de intenso dramatismo).

El ser humano quiere ver glóbulos rojos (los bancos de sangre también). La prensa amarillista se encarga de fraccionar el escándalo y vender el espanto exitosamente (los diseñadores imponen el amarillo y venden miles de prendas). El turismo mueve millones de visitantes por temporada (alguno se avivó y vio el negocio millonario de autorizar las visitas desde 1999). Lindo combo. Bienvenidos a Chernobyl.

Reglas:

1) Sea tan amable de vestir una prenda con tonalidad «diente de león», que está de última moda en cuanto a protección termonuclear (lo dijo Gianni Versace).

2) No se permite el ingreso con posters conmemorativos, puesto que no hay zombies o mutantes para que les regalen un autógrafo (esas boludeces son solo de las películas).

3) En el gift shop, podrán encontrar artículos varios a la venta de otras catástrofes, accidentes o atentados mundiales, como remeras con la cara del Capitán Schettino, prendedores Swarovski de las Torres Gemelas o un llavero hecho con roca volcánica de las ruinas de Pompeya (se aceptan Visa y American Express).

Mi paseo por un lugar diferente había llegado a su fin. Sentía que una idea que comenzó en los 80’, se había materializado en la década de los 10’ (suena muy loco leerlo así).

La última acción requerida antes de salir definitivamente, es pasar por una máquina de control que se encarga de medir, en diferentes partes del cuerpo, la cantidad de radiactividad absorbida. La misma es una especie de cabina telefónica de ciencia ficción, donde uno entra y apoya su pecho contra ésta (como haciéndose una placa de tórax). En pocos segundos, la complexión física es escaneada de pies a cabeza para dar luz verde a la salud (podés salir caminando de ahí y a las dos cuadras te pisa un camión, pero eso depende de la mala suerte). Uno a uno íbamos pasando, con la advertencia de que si alguna prenda de vestir hacía sonar la chicharra, inmediatamente debía ser descartada y arrojada en un contenedor. Circulamos todos hasta que de golpe, una luz intermitente roja destellaba junto a un sonido de alarma. Había alguien ¡¡CONTAMINADO!! Todos buscábamos a nuestros seres queridos rogando que no sea aquel. Tormentos y desesperación inundaban mi mente. Pensaba que las vueltas retorcidas del destino me estaban sacudiendo duro y parejo. No puede ser. Me había casado en una embajada italiana en Medio Oriente, para luego irme de luna de miel a Chernobyl y ahora, existía la chance de quedar viudo en menos de un mes ante la posibilidad de que mi flamante esposa se me contamine con un átomo resfriado. Para el pasmo de todos, el que no pasaba el escaneo era ni más ni menos que el ORIENTAL PARANOICO. El muchacho japonés, que seguía con las bolsas atadas a sus pies y el barbijo firme como rulo de estatua, era el UNICO que se había extralimitado en cuanto a la capacidad permitida de radiación. No tuvo más opción que sacarse las bolsas del “Coto”, las zapatillas y vaya uno a saber si los calzoncillos también. Que belleza bizarra. El más perseguido, el más seguro, resultó ser el que no pasó la prueba (ese muchacho es capaz de ponerse un preservativo y agarrarse HIV igual). Las miradas entre todos los presentes no pudieron resistirse más y la carcajada común fue imparable.

“¿La habrá traído de FUKUSHIMA?”

Dejando el reflejo apocalíptico detrás, uno pasa la última barrera que separa ese mundo salido de una mente macabra del exterior. El gris, lo sombrío y las señalizaciones de WARNING pasan al olvido, e inmediatamente una nueva imagen me deslumbra. Exactamente en el ingreso (o salida, según de qué dirección se transite) de los 30 km de exclusión, hay un inmenso campo de girasoles. No se ve el límite del mismo y su brillantez encandila sin parar. Es llamativo ver tanto color justo delante de tanta ausencia de este (a muy corta distancia). El reciclaje de la vida hace que todo empiece otra vez. Dos reflexiones se sobreponen al pesimismo y la muerte: Por un lado, la esperanza vuelve a nacer; por el otro, si algún día te comés una porción de papas fritas en Ucrania y te empezás a sentir mal, tené en cuenta la procedencia del aceite utilizado en su fritura (el que avisa no traiciona).