Me subí a un clásico “Tuc-Tuc” de Chittagong, Bangladesh y las emisiones de CO2 llevaron las dos o tres neuronas potables que me quedaban a asfixiarse y reventarse como tres pastillitas coloradas del “Candy Crush” al alinearse juntas. Me costaba mucho respirar, ya que los espacios eran muy cerrados y el parque automotor inagotable. Encogiéndome dentro de ese medio de locomoción atípico (un ciclomotor-triciclo de tres ruedas que lleva un asiento para dos pasajeros en la parte de atrás) me replanteaba quién me había mandado a meterme ahí…
La cantidad de automóviles demacrados, colectivos sobrevivientes a cien años de erosión marina, motonetas, carritos empujados por bicicletas y los antes mencionados “Tuc-Tucs” (suena a nombre de galletita) invaden absolutamente todos los espacios imaginables. Andan por la vereda; en contramano; por arriba de las rotondas; nunca paran en ningún semáforo y por sobre todo, NO PARAN DE TOCAR LA BOCINA NI UN SEGUNDO. Nadie habla inglés, a lo que mi diálogo con el chofer fue casi inexistente. De diez maneras distintas le expliqué adónde quería ir (me señalaba mi propia remera y mis bermudas) hasta que en una de esas, logré hacerlo entrar en razón. Cuánto me cobraría era un misterio, ya que me hablaba en bengalí. Tampoco me quedó claro cuánto duraba el viaje, ni mucho menos hacia qué lado de la ciudad nos dirigíamos puntualmente. Creo que en esa inconsistencia de exactitud informativa es donde se resguarda la belleza de lo bizarro.
En todo el trayecto hubo algo que siempre me llamó la atención. En los techos de las casas, colgados de los balcones de otras, había banderas ARGENTINAS y BRASILERAS. La pasión mundialista estaba cerca. Qué loco, esta gente en otra punta del planeta, con otra realidad totalmente diferente, cuelga trapos de los archirrivales sudamericanos. En algunas esquinas había vendedores de gorritos y banderas verdeamarhelas y en otras, celestes y blancas. “A los banderines, los gorros, las banderitas” diría aquel bengalí que promocionaba sus productos para amedrentar la locura futbolera. ¿Qué hace tan carente de algo a alguien que lo induce a sumarse en una pasión prestada? Mientras me preguntaba a qué hora jugaba hoy el Barca, ya que mis inexistentes orígenes catalanes no me permiten perderme un solo partido del azulgrana, el “Tigre” me avisa que habíamos llegado. Con su dedo índice me mostraba que era justo ahí. En una especie de taxímetro robado de los “Picapiedras” pude leer que habíamos tardado 2:47 horas en hacer 23 kilómetros (ojo, no es mal promedio).
Talleres textiles que colapsan de gente aplastada que trabaja día y noche por un mísero dólar diario; si, estaba en el lugar indicado. “Date una vuelta por el nuevo centro comercial”, me dijeron. Es más lindo y no tienes que andar entre la tierra revolviendo para encontrar una prenda “Berretton” por 10 pesitos. En esta galería, esta todo más ordenado y limpio. Eso sí, arréglatelas vos para encontrar algo entre 3 millones de remeritas, camisas y pantalones estornudados por una máquina de coser. ¿Quién se anota para una chomba “Ralfy Laurento” a 15 mangos?
Imposible resistir el pedido de selfie en un bazar bengalí. Lamentablemente, el amigo terminó siguiéndome durante una hora y media, sacándome fotos junto a cada compinche suyo que se cruzara por el camino.
¡Una vuelta por Bangladesh!