Todo era tan perfecto que se asemejaba más a un set de filmación que a lo que originalmente fué: un baño iraní (similar al turco) de más de 250 años de antigüedad emplazado en el corazón de la ciudad de Esfahán, ahora completamente reciclado y transformado en restaurant tradicional. Canales de agua surcaban de punta a punta a uno de los establecimientos gastronómicos más raros donde me había sentado a comer hasta el momento, zigzagueando entre mesas con un apacible flujo que recreaba sus orígenes en el tiempo. Cada recoveco de arte estaba meticulosamente embutido donde debía estar, ni un poquito más acá, ni un cachito más allá, justo ahí. Pinturas salidas de croquis aritméticos perfectamente simétricos, coloreaban las arcadas y las columnas desde la entrada hasta los baños (sí, acá también estaban al fondo a la derecha). No sabía bien si comer por la boca o por los ojos, ya que todo alrededor mío era único y deslumbrante. A dos mesas de distancia, un comensal con notable sobrepeso se levanta, se limpia con la servilleta y la revolea sobre la mesa. Me miraba como si me conociese, a pesar de que era la primera vez que nos cruzábamos. Al pasar caminando al lado mío, se detiene y me pregunta mi nacionalidad. Observando la cámara de fotos a mi lado, lo único que dijo antes de retirarse fue -¿Y CUANTOS PAISES LLEVAS VISITADOS? – De miles de preguntas que me podía haber hecho un perfecto desconocido, la más precisa y exacta parecería haber sido la única y justa en ese momento. Es increíble como hay situaciones o momentos en la vida en que el caminito de hormiga de uno a pesar de ser muy pequeño, no pasa desapercibido ante los ojos invisibles del transeúnte anónimo.
El tipo se fue contento y nuestro breve dialogo siguió detrás. Buen provecho (azafrán una vez más).