Creo que de 100 personas que visiten Las Vegas, tendrás 100 interpretaciones diferentes de las mismas en cuanto a su imagen. Deambulando por la avenida central conocida como el “Strip”, ideas sensacionalistas de cientos de películas sobre atracos a casinos y gente que dilapida fortunas en fines de semanas salvajes en esta urbe de pecado y desenfreno, me acompañaban en cada paso. Por momentos, uno es sorprendido por magnificencia edilicia, glamour y mucha farándula del jet set mundial, mientras que de un segundo a otro, la imagen de una decadencia norteamericana forjada a fuego se hace presente. Los contrastes entre hoteles híper lujosos, shoppings gigantescos y limusinas infinitamente largas, se hacen al costado ante una catarata de gente rara, freaks, fenómenos de feria de circo y un público de veraneo berreta en una ciudad sin playa o balnearios.
Luego de encontrarme con un Mickey y un Garfield totalmente borrachos tirados en la calle y de cruzarme con un Spider Man de origen africano fumándose un porro a las 3 de la tarde, me subí a un colectivo junto a Gene Simmons con destino a Fremont Street. La clásica calle peatonal característica de Las Vegas, donde la música al aire libre, la infinidad de bares que ofrecen bebidas servidas en botellas con forma de bota de cowboy, guitarra eléctrica y pelota de football americano se mimetizan con un techo que la cubre; unas 5 cuadras de luces de neón, dándole color a una noche sin final (como la peatonal San Martin de Mar del Plata, pero con más lamparitas). Si bien había mucho brillo y batifondo (¡qué palabrota!), la imagen de reinado contemporáneo era tan falsa como las imitaciones hoteleras locales de una ciudad veneciana o una parisina. Una vez más, lo que se ve, es lo que se desea ser; mientras lo que fue, es el recuerdo real de lo que se querrá algún día volver a repetir.